jueves, 14 de enero de 2010

LAS LANZAS SE INVENTARON PARA CLAVARSE


Hoy Lucía me ha felicitado por mi cumpleaños. No sé cómo demonios ha averiguado dónde vivo ahora y dónde trabajo, pero antes de descolgar el teléfono de mi despacho el sonido de la llamada tenía el timbre de una tormenta distante, de las que no se ven pero se acercan.
Su voz tenía el ritmo con que las olas mueven los restos de un naufragio: pausada, nostálgica, sin remordimientos, como si entre nosotros no se hubiera vertido de todo menos la sangre.
- ¿Sigues viviendo solo? –me pregunto después de felicitarme.
- Sí, estoy muy bien así –respondí, lacónicamente.
- Es que nunca vas a encontrar a nadie como yo.
Nuestra relación se había envuelto en una atmósfera venenosa cuando comencé a figurarme que me trataba con prepotencia y hacía alarde de su físico agraciado.
“Lo que más me encanta de ti es tu culo” –le había dicho una vez, sólo por fastidiarla.
Para mi desgracia, era, además, inteligente.
Llegó un momento en que, en mi imaginación, no podía soportar que se comportase conmigo como si yo fuera un cachorro abandonado en la calle que ella había adoptado y, por tanto, se suponía que mi obligación era mover la cola cuando llegaba a casa y dar lametazos en sus tobillos.
Y la cosa no era así. Yo distaba también de tener alguna razón para acomplejarme por mi aspecto físico y, por entonces, mi situación profesional era razonablemente buena y con mejor futuro. Pero el mayor error de mi vida fue intentar superarla en todo y, en cuanto tenía ocasión, poner de manifiesto que sus opiniones e intereses eran inconsistentes y hasta chabacanos en comparación con los míos. Trabajaba doce horas diarias para ganarme un ascenso acelerado, no dejaba de cumplir con mi sesión cotidiana de gimnasio para esculpir mi cuerpo hasta el detalle y me inscribí en un foro de cultura de Internet para estar a la vanguardia de las últimas tendencias artísticas e intelectuales. Arrumbé los discos de chillout, los de La Oreja de Van Gogh y los de Maná –que en tan buenos ratos nos habían acompañado– por los de música minimal y progressive house. Ahora era yo el que aparentaba obsequiarla con el favor de mi compañía.
Ella se desquitaba en la cama:
“Cada vez te cansas antes” –me escupía sin misericordia y, creo yo, con falta de justicia.
“Es que mañana tengo mucho trabajo” –me excusaba con candidez.
“Desde luego, ya no eres el de antes” –remataba ella.
Estaba claro que por ese camino –el del sexo– tenía todas las de perder, así que adopté una actitud que pretendía ser indolente ante sus encantos.
“¿Qué te parece este tanga?” –preguntaba provocándome.
“Que te sientan bien, pero que debes tener más cuidado con las chocolatinas” –respondía yo con maldad.
Para terminar de arreglar el asunto, yo soy Tauro, bien entrenado en la resistencia pasiva, y ella un genuino ejemplar de Leo, dispuesta a arrancarme la cabeza si lo creía necesario y por supuesto a decirme las cosas sin pelos en la lengua.
“Estás hecho un perfecto imbécil” –me soltó por fin un día.
“Me voy mañana –añadió–. Si vuelves a comportarte como el hombre que conocí, me llamas”.
“Vale –repliqué haciéndome el duro, mientras el mundo se me venía abajo–. Te llamaré un día de estos para tomar café”.
“Para tomar café, me lo tomo con mi tía” –sentenció a modo de despedida.
Puse todo mi empeño en olvidarla, pero en realidad no pasaba un instante en que no ocupara mi pensamiento. Me decía a mí mismo que había hecho lo correcto, que no se podía vivir con una persona tan superficial y soberbia. Sin embargo, en el fondo sabía que, en lugar de afilar una lanza para clavársela, debería haber sido más abierto, haber hablado con ella y comentar aquellas pocas cosas que me irritaban de su manera de ser y las muchas que hacían que la amase con locura.
Durante semanas recorrí de manera aparentemente casual los lugares que frecuentábamos juntos, pero nunca volví a encontrarla. Al final, ante la sorpresa de mis compañeros de trabajo, pedí un cambio de destino, lejos de la capital, lejos de donde se cocían las promociones de los futuros líderes, para ir a acabar en un puesto gris de una pequeña ciudad en ninguna parte.
- ¿Y tú cómo estás? –me interesé en tono convincente, continuando nuestra conversación telefónica– ¿Cómo te van las cosas?
- Estupendamente, todo de maravilla –replicó ella.
- Me alegro. Te agradezco que después de tanto tiempo te haya dado por felicitarme en mi cumpleaños.
- Ha sido un impulso, yo qué sé, ya me conoces. Bueno –añadió después de una pausa–, la verdad es que se me ocurrió hace unos días. Encontré arreglando unos cajones la cajita de música que me tú regalaste una vez por mi cumple, esa de la musiquilla…
- Para Elisa de Beethoven. Lo sé: una horterada. No me lo recuerdes. Me arrepentí al instante de regalártela; pensarías que era un bobo.
- A mí me gustabas mucho cuando eras así de bobo y tenías esos detalles. Entonces…
- ¿Te has casado, sales con alguien? –corté, intentando cambiar de tema.
- No, pero no estoy sola, tengo un montón de amistades.
- Ya me imagino. Y tu tía para tomar café.
- Sí. ¡Y mi tía para tomar café! –repitió con una sonora carcajada–. Veo que no te has olvidado.
- No, no me he olvidado. Ni tampoco me he olvidado nunca de ti, Lucía. En fin –añadí con rapidez, como si me avergonzara de mis palabras–, gracias otra vez por acordarte.
- Puedes invitarme cuando quieras a tomar café.
- Te tomo la palabra. La próxima vez que vaya a Madrid te llamo, si no has cambiado de teléfono, y…
- No hace falta que viajes a Madrid, puedes invitarme ahora.
- ¿En serio? –exclamé con un vuelco en el corazón–. ¿Dónde estás?
- En un bar. Enfrente de la oficina con esa pinta tan cutre donde trabajas ahora.
- Lucía.
- Qué.
- No se te ocurra moverte de ahí.
- No pienso ir a ninguna parte hasta que tú llegues.

1 comentario:

  1. Yo no esperaría nada de alguien que me dice :"No vas a encontrar nadie como yo"...

    Saludos, Intimista.
    Veo que hubo cambio de look!!

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