Un día de septiembre de 2006, al anochecer.
Bishkek, Kirziguistán
Intento dormir ahora que Mara respira despacio y, entre sueños, sisea de vez en cuando palabras en un idioma desconocido para mí. El CD con los éxitos de Beny Benassy que ha estado sonando en un reproductor portátil llega, por fortuna, a su fin con la última canción: I feel so fine.
Junto al aparato de música está el perfume de Gucci que le he traído a Mara. Se ha vuelto loca de contenta cuando se lo he entregado al tiempo que susurraba a su oído “Estás preciosa, mucho más de lo que te soñaba cada día cuando estaba en el desierto.” Los dos sabemos que es mentira. No que sea preciosa, sino que soñase con ella cada día; sabe muy bien que todos mis sueños son esclavos de un espectro. Pero decir cosas así − tonterías al fin y al cabo−, hace que la vida parezca menos cabrona.
El apartamento es pequeño y caótico. Un refugio como una madriguera incrustada en un gigantesco bloque de cemento gris sucio, la típica edificación de la época soviética.
Cada vez es más difícil que la ISAF, las fuerzas de la OTAN desplegadas en Afganistan, permita que sus hombres y mujeres tomen unos días de descanso en Bishkek , la capital de Kirguizistán; el problema es la situación política, demasiado inestable desde que el país consiguió su independencia de Rusia. Por ahora, nos han concedido unos días y lo cierto es que en este preciso momento podíamos estar en mi confortable habitación del Hyatt Regency. Pero Mara se niega en redondo. Argumenta que sólo en su apartamento, decorado con antiguos amuletos y objetos chamánicos, desaparece la sombra ensangrentada de una mujer que me acompaña a todas partes. Mara es así: medio bruja y medio tártara. Sus progenitores proceden de Tunguska, en plena Siberia.
Dormir al lado de Mara es como tumbarse junto a un mar desconocido de aguas transparentes y tranquilas que, de improviso, se convierte en tempestad. Una tempestad que me mira con hambre desde un abismo insaciable y vierte sobre mi piel un oleaje de lujuria. Es el juego al que me rindo, fundiendo las orillas entre nuestros mundos tan distintos; demoliendo por unas horas las torres siniestras que cercan mi corazón.
De tarde en tarde, me convierto en grillo, en sapo, en serpiente, en águila o en pez globo; juego al juego del deseo, a estar vivo, a ser un vicioso capricho del azar, a ser una partícula de escombro en el infinito de un universo sin misericordia.
Mara se revuelve y se da la vuelta, arrojando a un lado el cobertor de colores estridentes. Aunque continúa dormida, en sus sueños sabe que yo estoy despierto y que todavía no me he marchado. Es una bruja; una bruja que folla como un agujero negro hasta chuparte todas las sensaciones, todo lo que vibra en los sentidos con cualquier longitud de onda. No deja nada, ni lo bueno, ni lo malo: toma mi excitación, escurre mi pasión, drena el sexo; pero también absorbe todas las emociones oscuras y las disuelve en su paladar de hechicera.
Y luego se relame.
Y me deja nuevo.
Me deja nuevo unas horas.
Luego vuelve la energía luctuosa. Viaja desde el infierno a la velocidad de la luz. Desde mi infierno.
Tartarus. El Infierno.
Lo que arde en mis pensamientos está cosido dentro de mis párpados, nunca puedo dejar de verlo, nunca por mucho tiempo. Quizás no fue mi culpa la muerte de Raquel. Pero tampoco supe detenerla cuando decidió salir a bailar sobre el filo de un cuchillo con la Parca. Creyendo hasta al final que todas las personas son esencialmente buenas y que lo único que necesita este cochino mundo es un poco más de amor.
En algún punto de ese infierno en mi memoria, en algún átomo maligno del infinito, seguimos −seguiremos−, siempre juntos, abrazados, mientras su sangre corre por mi rostro y empapa mis ropas.
Tartarus. El Infierno.
Me restriego los parpados y me quedo mirando a la pared. Hay una mancha de humedad en una esquina, tocando el techo. Una mancha negruzca con los contornos de una mariposa. Y entonces me alcanza un aroma intenso, flotando sobre la mezcla de olores a perfume, a sexo y a feromonas: una intensa fragancia a violetas.
Vuelvo a mirar a Mara. Su cuerpo desnudo tumbado boca abajo, la piel brillante de sus nalgas. Ah, Je te mangerais .
Regreso a la llamada realidad.
Ella nota mi excitación y abre los ojos. Se incorpora en la cama y se coloca de lado para mirarme en silencio. Olfatea el aire −se diría que el viento nocturno atraviesa los cristales de las ventanas cerradas−, y algo primitivo, animal, rompe en sus venas. Ha adivinado que la sombra pugna por salir de su bosque tenebroso para instalarse de nuevo en mi pecho. Entonces, me rodea con su brazo, me besa como si deseara introducirme una poción mágica y se retira. Por un momento nos miramos con ternura, casi con lástima, como dos perros heridos que se cruzan en un callejón inmundo. Sus ojos rasgados son de un caoba oscuro; sus cabellos como el carbón azulado. Justo el extremo opuesto a los rasgos que tenía Raquel.
En la mesilla de noche hay un montón de collares de perlas falsos y una piedra esférica, negra, con símbolos arcanos. Es curioso, a veces sin darnos cuenta convive lo sobrenatural con la sordidez de nuestras vidas, tan ricamente, como si tal cosa.
Mara es medio tártara, bruja y folla como un agujero negro.