jueves, 30 de octubre de 2014

ALDEBARÁN


Gorka me despertó con una palmada de su manaza en mi hombro. Aquel sargento del servicio de operaciones especiales era un gigante y, en caso necesario, podía ser una bestia asesina en combate, pero también el más leal de los compañeros y al que, en más de una ocasión, había confiado mi vida sin dudarlo.
- Lo siento, mi coronel, pero estamos llegando a Torrejón. Me ordenó que lo despertara y no lo hacía ni a cañonazos. No sé cómo puede dormir tan a gusto en estos jodidos asientos del Hércules.
- El ruido de las hélices me bloquea la mente. Luego, en casa, no duermo nunca ni medio bien.
- Pues si le coge el gusto, nos veremos en la próxima.
- Eso lo dudo, Gorka, lo dudo.

Definitivamente ese tipo de andanzas llegaban a su fin para mí. En esta última ocasión casi me cuesta la vida. Y lo peor es que en otra misión no fuese solo mi vida sino la de otros compañeros lo que pusiera en riesgo. Era inútil engañarse: ni mis condiciones psicológicas ni las físicas eran ya las óptimas para estas aventuras.

Mi estancia en Madrid fue breve esta vez: sus calles me devolvían a tiempos en que ya no sentía como míos y el rato que permanecí tomando un café en el "Comercial" solo conseguí que me traspasara la sensación de estar reviviendo una vieja película en blanco y negro.

Ya de regreso a mi apartamento en la playa, paré en Cartagena para dar un paseo por el puerto. El olor familiar del Mediterráneo en el viento de levante hizo que mis pensamientos se sosegaran y me dejase inundar por una sensación de calma. El atardecer en la bahía seguía siendo mágico y nada mejor que contemplarlo desde la terraza del ARQUA, el museo donde ahora se exhibía el tesoro de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes. Me senté en un extremo y disfruté del espectáculo del crepúsculo que desde allí se contemplaba. Por fin, aparté el rostro de las vidrieras de la cafetería y decidí seguir mi recorrido por el muelle. Al dirigirme a la salida, me percaté de que en una de las mesas se encontraba un viejo conocido, Jorge, un dentista con buena consulta en la ciudad y que en su juventud, ya lejana, había sido médico de la Armada. Me saludó con afecto y conversamos de asuntos banales durante unos instantes. Me despedí y me encontré otra vez al aire libre, dispuesto a continuar mi recorrido. Sin embargo, cambié de opinión y opté por entrar en la terraza del Auditorio, que se hallaba apenas a unos veinte metros. Enseguida alcancé el edificio y subiendo los escalones de dos en dos con buen ánimo no tarde en llegar hasta la entrada del local.

Al instante, me percaté de que sucedía algo anómalo.

Primero fue la mujer. La joven de pelo claro como luz de luna, de facciones sin edad y mirada sin expresión. Como una figura de cera. Como un fantasma sin memoria.

Después, otra sorpresa: allí se hallaba sentado tan tranquilo Jorge, el dentista que acababa de dejar en el otro lugar. Era imposible que me hubiera adelantado corriendo, no ya porque carecía de sentido y porque sus más de cien kilos no le permitían muchas carreras, sino porque tendría que haber pasado por delante de mis narices.
- Jorge, ¿qué haces aquí? ¿No nos acabamos de ver en la terraza del ARQUA?
- De eso hace ya un buen rato. Yo llevo aquí por lo menos media hora. Hoy nos encontramos en todas partes.

En todas partes, no, pero en dos sitios a la vez, sí. O mi sentido del tiempo y del espacio se había esfumado, al menos por ese periodo, o Jorge tenía el poder de la bilocación. A menos que alguna inteligencia desconocida, algún "Matrix", se divirtiese jugando con nuestras vidas. Me encogí de hombros y me encaminé hacia el aparcamiento junto al monumento de los héroes de Cavite y Cuba. Aquello, lo de Cavite y Cuba, sí que había sido un desastre y no las tonterías con las que mi imaginación divagaba.

Por fin, regresé a mi refugio de la playa, y una semana después todo parecía recobrar la normalidad. Repasé el correo y puse mis asuntos al día; también entré a mirar el correo electrónico personal: pocas personas me habían echado de menos, aunque había alguna que otra excepción que me encantó descubrir. Me sentía de mejor humor, hasta el punto que decidí darme una vuelta por el Brutus Bar. Crucé sus puertas como si retornara de otra vida y saludé a unos pocos conocidos, aunque el local estaba bastante vacío, algo normal en esta época del año. De todos modos, el ambiente del Brutus, siempre con ese punto de sordidez y decadencia pero sin dejar de ser acogedor, hizo que en cierto modo volviera a reencontrarme conmigo mismo. Pasada la medianoche, irrumpió en el local una rubia de un metro ochenta. Me clavó una mirada entre maliciosa y sorprendida y enseguida me abrazó con fuerza. La mejor compañía que pudiese desear en aquel momento. Era Runa, una noruega que llevaba ya muchos años residiendo en la Manga. Llegó para trabajar en negocios inmobiliarios y a pesar de la crisis eligió quedarse porque, según dijo, ya no podía vivir sin el sol de estas tierras, sin su vino y sin sus amistades. Bueno, al parecer, a mí me consideraba una de sus amistades, o algo por el estilo, no lo sé bien, pero daba por seguro que siempre era posible contar con su compañía, con la calidez de sus ojos azules, y que nunca me hacía preguntas. O casi nunca.

Vencidas las primeras horas de la madrugada, aún estaba despierto y permanecía asomado al balcón de mi dormitorio, buscando a Aldebarán, mi estrella favorita, entre las pocas luces en el cielo que conseguía atisbar. En la cama, dormía Runa, tumbada boca abajo y abrazando la almohada. La sábana apenas la cubría y dejaba al descubierto su espalda y sus largas piernas. Una fugaz sacudida de excitación recorrió mi piel: siempre me ha resultado de lo más seductor la espalda desnuda de una mujer. Hacía calor en la habitación aunque estábamos ya a mediados de octubre. Me encontraba despejado por completo. Runa dormía con una respiración profunda y regular, tan solo interrumpida por algún sonido o palabra que no acertaba a comprender, quizás de su lengua nativa. Pensé en tomar un Orfidal y dejar de dar vueltas a la cabeza pero no quería volver a engancharme a los somníferos. Aldebarán lucía por fin como una linterna frente a un espejo en un cielo despejado de nubes. Desde la orilla llegaba un suave aroma a violetas entre el olor a algas y salitre. Otra vez mi imaginación. Decidí ir a la cocina y, en lugar del Orfidal, tomar un vaso de leche.

Antes de volver a entrar en el dormitorio experimenté esa sensación familiar de que se había producido un desgarrón en la normalidad, de que estaba viviendo otro tiempo u otra realidad.

Runa continuaba en la misma postura que antes, con la cabeza girada hacia el lado de la cama donde yo había estado durmiendo y que ahora estaba vacío.

Pero no estaba vacío.

Al principio, aún en la penumbra de la habitación, distinguí la forma de una sombra blanquecina sobre la cama. Y poco después, un cuerpo. Un cuerpo de hombre.

Me acerqué con cautela, aún atónito, y reconocí el rostro.

Era mi rostro, mi cuerpo.

De repente, saltó el viento con furia y entró por balcón abierto. El olor a violetas se hizo más intenso y sentí como si unos dedos recorrieran mi nuca con la levedad de una mariposa. El cielo volvió a cubrirse de nubes oscuras y ocultó el resplandor de Aldebarán.

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir esperando encontrarme tumbado en la cama después de una pesadilla. Estaba de pie, en el mismo sitio. Pero el cuerpo, el doble de mi cuerpo, había desaparecido.

Runa se despertó de golpe, como quien ha escapado de un tenebroso sueño, se incorporó a medias y me contempló aturdida.
- ¿Qué haces ahí levantado? ¿Estás bien?
- Sí, no pasa nada, he ido a beber a la cocina y me he quedado un momento mirando a las estrellas.
- ¿Qué estrellas? Está todo el cielo negro.
- No te preocupes, vamos a dormir.

Runa se acurrucó junto a mí, su mano pálida sobre mi pecho me transmitía calor y comencé a relajarme. Antes de quedarme dormido, fluyó entre la oscuridad que apagaba mi mente el comienzo de la canción de The Doors, "This is the end", una vez más, como tantas noches en los últimos años:

"Es el fin, hermosa amiga
…de todo en lo que permanece, el fin…
                           Nunca más me miraré en tus ojos."