miércoles, 28 de diciembre de 2011

LA MARIPOSA NEGRA: RIMA (y 5)


Me giré en el sillón para escudriñar el paisaje nocturno: no muy lejos, el mar todavía no había mutado un ápice el grosor de su negrura.
-    No faltará mucho para que amanezca –murmuré.
-    Sí. Debes marcharte, pero te llevo en un momento con el coche –se ofreció Rima.
-    No, no hace falta, no me importa ir dando un paseo.
-    Vamos, si estás hecho polvo. Había quedado contigo en que te acercaría a tu casa.
-    Sí, pero eso formaba parte de otra historia que no ha llegado a producirse. No me vendrá mal sentir el fresco, caminar, serenarme un poco antes de irme a la cama, o no pegaré ojo.
-    ¿Quieres tomar algo? ¿Un té, un vaso de agua?
-    Nada, gracias. Además tendrás que arreglar este desorden ─añadí con ironía.
-    ¡Puf! Ya lo haré mañana; por suerte no ha sido tanto.
-    ¡No...! Si ese animal llega a sacarme por el balcón, hubieras tenido que barrer los trozos de cristal...
-    Tienes un curioso sentido de humor.

Sonreía distendida, exhibiendo sus dientes pequeños, sus colmillos agudos como lanzas. Se aproximó con el impulso de una brisa fresca, desafiante y tentadora, con un centelleo de sensualidad en sus pupilas, y se inclinó hacia mí. Sentí el tacto ligero de sus dedos revoloteando en mis cabellos, aún humedecidos por la transpiración, hasta que anidaron en mi nuca. Su boca resbaló poco a poco sobre mi rostro como una ola sedosa y tibia.
-    Loco… –susurró sin romper el contacto.

Y con inmensa ternura me besó en los labios.
Atrapado en un letargo inducido por las caricias, mis párpados se habían rendido para volcar mi visión en el mundo de los sueños. Al abrirlos, Rima ya no se encontraba a mi lado y la realidad resurgió como si emergiera de un encantamiento.
Inmóvil delante de la cristalera, Rima dejaba que su mente transitase por cielos ignotos mientras su cuerpo se asemejaba a una escultura soterrada en la negra infinitud.
-    La playa está cubierta de niebla –musitó, por fin, sin moverse–. ¿De verdad, no quieres que te lleve?
-    No, en serio –rechacé–. No me molesta la niebla, y el paseo está  iluminado.
-    Entonces, espero que nos volvamos a ver en circunstancias más tranquilas –dijo en tono de despedida mientras se volvía hacia mí.
-    Buenas noches, Rima –fue mi respuesta, mientras me erguía aún aturdido y me dirigía hacia la salida–. Cuídate.
-    Tú también, JM.
Ya con el tirador de la puerta en la mano, me paré en el umbral, dándome la vuelta a medias.
-    Una última pregunta: la lámpara que tenías en la mano, ¿era para ayudarme o para estamparla en mi cabeza si estrangulaba a ese bruto?

Calló y esbozó una mueca de ingenuidad que en esas circunstancias me pareció una pura mascarada. 

Con un estado de ánimo bien distinto, crucé el portal por donde había entrado hacía poco tiempo de la mano de Rima. Tomé otro sendero de grava en dirección a la orilla, alumbrado por lámparas a ras del suelo con forma de enanos de jardín. Al rebasar una de ellas, la bombilla siseó e hizo explosión, impactando varios fragmentos de vidrio en mis piernas, que por fortuna se hallaban bien protegidas gracias a la recia tela de los vaqueros. La oscuridad engulló de inmediato al gnomo de piedra. Hubiera jurado que sus ojillos traviesos me perseguían con un destello rojizo, convirtiéndolo en una criatura más de la noche excepto por la cavidad humeante que destacaba en su inflado abdomen.
No había hecho más que recobrarme del sobresalto, cuando escuché unos gemidos o el rumor de un llanto detrás de mí. Retrocedí, escudriñando la fachada del edificio en busca de la terraza de Rima, pero en ninguna vivienda se veía luz. Aunque  tenía la neta percepción de que me estaba sacudiendo la cola de una anomalía,  me encogí de hombros, desechando cualquier emoción negativa: ya había cubierto el cupo por hoy y mi único anhelo era encerrarme en mi casa y hundirme en el olvido del sueño.
Emprendí por fin el camino de regreso a mi domicilio por el paseo que transcurría bordeando las playas. El ímpetu frenético del viento había amainado  y desde el mar acometían oleadas de bruma que, eclipsando el alumbrado amarillento del trayecto, empañaban casi por completo la visibilidad con tupidas telarañas de vapor. Aquella noche había arrancado en el corazón de una tormenta; luego, en el Brutus, se había transformado en  festiva y estimulante; y, por último, había destapado su auténtico rostro, vomitando un venenoso torbellino de acontecimientos que, intuía, estaba lejos de haberse agotado. 


Avanzaba sin prisa, con respiraciones cortas para atenuar las molestias en mis costados. De pronto, divisé el halo tenebroso de una mancha de niebla que se precipitó sobre mí y me envolvió en una membrana negruzca y viscosa. Me estremecí con una nausea y me revolví rechazando aquel contacto que me asfixiaba como un abrazo maligno. De mis labios goteaba un líquido tibio que se adhería a las comisuras: no era más que mi sangre fluyendo otra vez de la herida que me había causado al afeitarme. Mientras me limpiaba con el dorso de la mano, brotó de los subterráneos de mi consciencia la sombra del amuleto que portaba Rima: definitivamente, aquella figura no tenía pinta de ser una sencilla mariposa negra. 


Algunos sentimientos son como círculos perfectos, rodean espacios que no comprendemos y reconstruyen torres arrasadas que yacen en los espejos de otras vidas. En aquellos instantes, mis recuerdos se lanzaron hacia unos versos del poeta rumano Tudor Arghezi:


    “Vas extraviada del mundo y su camino
      como flecha sin rumbo
      y se hizo tu belleza
      sólo para engañarme”    


 Me coloqué la capucha del chaquetón y continué andando. 



jueves, 22 de diciembre de 2011

LA MARIPOSA NEGRA: RIMA (4)


Deshice la llave de lucha y me separé rodando hasta ponerme en pie. El feroz contrincante se irguió tosiendo y, tras recuperar el aliento,  recogió parsimoniosamente la mochila que contenía el cofre con el objeto de su búsqueda. Clavó sus ojos en mí, despuntando cólera e incredulidad, y huyó por la puerta entreabierta como la exhalación de una pesadilla.
-    ¿Qué es lo que le has dicho? –le pregunté a Rima, todavía alterado – ¿Era en rumano?
-    No importa. Y no era en rumano, era en ruso.
-    ¿Y cómo sabías que hablaba ruso?
-    Porque antes te dijo algo en ese idioma.
-    Supongo que no sería nada amable.
-    Pues no: que te ocuparas de tus asuntos, pero en términos menos educados.
-    Vaya, no termino de descubrirte nuevas facetas.
-    Yo también me he enterado de algunas tuyas. ¿Dónde aprendiste a luchar de así?
-    Leyendo cómics del hombre enmascarado –repuse, exasperado por su persistente secretismo.
-    Será mejor que te vayas –atajó Rima en respuesta a mi evasiva–. ¿Estás bien?
-    Hombre, gracias por preguntármelo.
Extendiendo los brazos, giré las palmas hacia ella con ademán consternado.
-    Olvídate de lo que ha pasado esta noche  –dijo Rima, inalterable –, ya nos volveremos a ver.
-    Será difícil... Pero antes de despedirme, me debes una aclaración sobre todo esto. ¿Por qué has dejado que escapara el intruso con el cofre?
Me derrumbé exhausto en un sillón de teca con cojines de satén rosa. Sin moverse del sitio, Rima se mostraba indecisa y reservada hasta que comprendió que yo no abandonaría su apartamento a menos que obtuviese una respuesta.
-    De acuerdo –dijo, dándose por vencida–, pero dudo que lo que te pueda contar te sirva de mucho.
-    Inténtalo –apremié, apoyando adrede los pies encima de la mesa de salón que tenía enfrente.
Rima cogió del suelo una silla volcada y se sentó junto a mí.
-    Verás  –arrancó, colocando con inocencia una mano sobre mi rodilla–, tampoco tengo mucha información que darte. Lo único que puedo explicarte es que Sight, mi amiga y mi jefa donde trabajo, me dio la bolsa con el cofre para  guardarlo en mi casa pero no sabía lo que tenía dentro.
-    ¿Te pidió que escondieras algo sin comentarte nada del contenido? –interrumpí,  incrédulo–. ¿Tienes idea de qué lo que hay escrito en ese libro?  
-    No lo sé. Quizás un diario, documentos, cuentabilidad...
-    Contabilidad de qué.
-    ¿Cómo? Ah. No sé. Negocios.
-    ¿Negocios ilegales? ¿Drogas? –conjeturé, dispuesto ya a imaginar cualquier cosa
-    Oh, nada de drogas –negó ella con vehemencia, mientras apartaba su mano como si de súbito le abrasara mi pierna–. Sight odia todo lo que se relacione con las drogas; pero, aparte de eso, no me dijo nada más ni yo se lo pregunté.
-    Espera –salté, poseído por el pensamiento de haber hallado un hilo argumental más sólido–. He supuesto que el móvil del robo se debía a que el libro contenía información importante, digamos sensible o comprometedora, pero tal vez, haya una causa más simple. La cubierta presentaba un acabado exquisito, muy antiguo… Yo soy un profano en estos asuntos, pero el valor podría residir en sí mismo, imagínate algo así como un incunable o un ejemplar único.
-    Es posible –aprobó Rima, llevándome la corriente.
-    Pero tú no tenías conocimiento de ello, por supuesto…
-    Te digo que nunca lo había visto antes –se reafirmó, con crispación.
-    Perdona, pero no puedo creerte –insistí, testarudo–. No me trago que no echaras un vistazo antes de ocultarlo. No me trago que no te hablara de ello.
-    A ver…
-    A ver qué.
-    Había oído hablar a Sight de ese libro. De uno llamado El Libro de los Sollozos, ¿correcto?
-    Vaya un título.
-    Ya. Ella colecciona cosas raras, antiguas, de todas partes del mundo. No es algo tan extraordinario, ¿no? Y es todo lo que puedo decirte, por mucho que te empeñes.
Rima había ido vocalizando con meticulosidad, sopesando el significado de cada palabra. Unas arrugas casi imperceptibles en su frente denotaban su renuencia a profundizar en el tema.
-    Entendido. Allá tú con lo que los asuntos que te traes – dije, dando por zanjadas mis pesquisas–. Ahora que…, no termina de asombrarme tanta confianza. Debe de ser una buena amiga.
-    Lo es –confirmó, más calmada–. Y no te asombres: tengo con ella una deuda…, una deuda para siempre.
-    Una deuda impagable –apunté en tono irónico.
-    Impagable –repitió–. Eso es.
-    ¿Le debes la vida o algo así?
-    Más que eso –prosiguió, con el semblante nublado–.Ella me salvó de una muerte cruel... Pero –añadió, antes de que pudiera indagar más al respecto–, esa es otra historia. Y no me gusta recordarla.
-    Está bien, está bien. Por cierto, ¿esa es la amiga que te regaló el colgante?
-    En efecto.
-    ¿Y esa figura tiene algún sentido? –interrogué, presintiendo que así era.
-    Sí, bueno, es difícil de expresar. Las personas que llevan el símbolo o un tatuaje de la mariposa negra pueden tener un don.
-    ¿Un don? ¿Qué quieres decir?
Rima vaciló, como si ponderara hasta qué punto podía traspasarme un secreto. Instigado por la adrenalina que todavía bombeaba en mi torrente sanguíneo, mi comportamiento estaba siendo mucho más locuaz e inquisitivo de lo que era habitual con desconocidos.
Antes de continuar, la rumana se arregló la oscura melena con un gesto automático.
-    Una habilidad…, un gift,  no sé qué término buscar en español, poco común. Pero no pienses que es una suerte, a menudo son personas que sufren por ello y viven aisladas e incomprendidas. Son extrañas para el resto de la gente.
-    Como tú –aventuré.
-    ¿Tú piensas que yo tengo alguna capacidad fuera de lo normal?
-    Apostaría a que sí.
-    No sé de dónde…
-    Da igual. Lo que me cuesta trabajo aceptar es que consientas que te pongan la casa patas arriba y se apoderen de un objeto tan valioso sin probar si quiera a avisar a la policía. 
-    Sight me dejó bien claro que no hiciese nada en absoluto si la bolsa con el cofre desaparecía o alguien intentaba robarla. Por eso te pedí que no te implicases en la escena.
-    ¿Qué escena?
-    Ya me entiendes lo que quiero decir.
-    No, no te entiendo bien ¿Y si te hubiera hecho daño aquella bestia?
-    Tenía la certeza de que lo único que deseaba era llevarse ese cofre y que a mí no me iba a ocurrir nada.
-    Ya comprendo: tienes el don de la clarividencia, la medallita será por eso. Pues la próxima vez que ofrezcas tu casa piénsalo primero.
Un punzante ramalazo de arrepentimiento frenó mi desenfrenada perorata. Me di perfecta cuenta de que mi discurso sarcástico había excedido con creces los límites de la corrección y el desahogo. Realicé una espiración prolongada y progresivamente fue tornando el sosiego, aunque no dejaba de azuzarme la sensación de que, aun asumiendo que los sucesos sobrevenidos aquella noche tenían tintes insólitos, había pedazos que no encajaban.
O, lo que era más enojoso de reconocer, encajaban bien si admitía que había sido manipulado como un pardillo.
-    Lo siento –dijo Rima en tono sincero.
No contesté, estaba demasiado cansado e irritado y me hallaba convencido de que aquel diálogo era inútil. El silencio goteaba sobre la estancia y se adueñaba del pulso de nuestras almas.




jueves, 15 de diciembre de 2011

LA MARIPOSA NEGRA: RIMA (3)



Hicimos el trayecto a velocidad muy moderada. La música tradicional rumana retumbaba de nuevo con su compás pegadizo, y mi conversación se reducía a secundar a base de monosílabos las intervenciones de Rima. Con todo, no tardamos en llegar a Villa Dorada, un típico complejo veraniego con fachadas color arena y balcones semicirculares.
Tras aparcar el vehículo, un corto camino de grava nos condujo hasta uno de los edificios de la urbanización situado en primera línea de playa. Subimos por las escaleras hasta el segundo piso y enfilamos un angosto pasillo.
Sin previo aviso, Rima se paró en seco haciendo que me precipitase contra su espalda.
-    Esto no me gusta. Será mejor que te vayas ahora –dijo ella, sin darse la vuelta.
-    Si no te apetecía estar conmigo –contesté, molesto–, me lo podías haber dicho antes de venir...
-    No seas tonto. No me refería a eso.
-    Entonces, ¿qué ocurre? –inquirí, confuso.
-    Que alguien ha entrado en mi casa...
-    ¿Cómo lo sabes, si todavía no hemos llegado?
-    Hazme caso.
-    Pensaba que vivías sola, pero si tienes alguna compañía y te estorbo...
-    Vivo sola. Y te aseguro que no esperaba a nadie.
-    ¿Algún ex-marido, ex-novio o lo que sea?
-    No, no, nada de eso.
-    Lo mejor será acercarnos a la puerta y si oímos o vemos algo anormal, avisamos a la Guardia Civil –razoné.
-    Ya veremos, vamos hasta la puerta. Y en silencio.
-    Como tú quieras –me resigné, echando un resoplido.
Nos aproximamos con sigilo hasta la entrada del piso de Rima. La puerta estaba cerrada y sin desperfectos apreciables, pero se percibían algunos ruidos breves y sordos que llegaban a intervalos hasta el rellano. Quien o quienes hubieran entrado, lo habían logrado usando algún tipo de ganzúa o bien colándose por la terraza.
-    Llamemos a la Guardia Civil –reiteré convencido, sacando ya el teléfono móvil de mi bolsillo.
-    No, nada de eso, no llames a nadie –intervino Rima, tajante.
-    Pero –intenté argumentar–, seguramente serán ladrones y lo mismo salen corriendo o lo mismo nos plantan cara.
-    No son, es uno.
-    ¿Cómo?
-    Que no son varios, es una sola persona.
-    ¿Cómo lo sabes, tienes rayos X en los ojos o qué?
-    Créeme: es uno.
-    Aunque así fuera, puede estar armado.
-    ¡Chss...! –profirió la rumana, sellando mis labios con sus dedos–. No subas la voz.
-    Es que no considero que sea muy sensato...
-    Ya te dije que te fueras.
-    ¿Y te habrías quedado sola?
-    No pasará nada.
-    Tú estás mal de la azotea.
-    Mira, si tienes miedo, todavía estás a tiempo de irte.
-    No tengo miedo –me defendí, herido en mi orgullo–. Pero es una insensatez meterse en problemas y no llamar a la Guardia Civil.
-    ¡Chss!
Recapacitando por un instante, deduje que la negativa de Rima en llamar a la policía era debido a algún problema personal: quizás su situación en nuestro país no fuera del todo legal, o tal vez existía cualquier asunto en su pasado por el que no quería tener contacto con los agentes de la ley.
-    Está bien, Rima –accedí por fin–, supongo que estás como una cabra, pero no te voy a dejar aquí sola, así que acabemos de una vez. Dame la llave de la puerta y ponte detrás de mí.
-    Bueno, pero no hagas nada.
-    Cómo que no haga nada. Venga, pásame la llave.
Introduje la llave de color verde fósforo en la cerradura con toda la suavidad posible e intenté girarla deprisa para abrirla sin dilación. El mecanismo de apertura se atascó, produjo un chasquido irritante, pero volvió a quedarse bloqueado. Rima se abalanzó por detrás y embistió contra la hoja que cedió por completo con estridencia. “Vaya una puerta más endeble” –pensé, perdiendo el equilibrio y tambaleándome sin control en el interior.
La entrada era estrecha pero desembocaba enseguida en un amplio salón. Una atmósfera oscura presidía la habitación, apenas atenuada por la débil luminosidad que ascendía desde la calle. Sin embargo, aún en esa penumbra, era fácil adivinar la presencia de una forma voluminosa y hostil. Rima encendió la luz. La mole se hizo visible: un hombre de unos treinta y tantos años, con ropa de deporte barata de colores deslucidos. No era alto, pero debajo de la chaqueta de chándal que vestía se adivinaba una abultada y robusta musculatura. La tez cetrina y los ojos sesgados  sugerían un origen centroasiático. Al menos, no advertíamos más visitantes en el apartamento. El sujeto nos miró con indiferencia, como quien recibe a un par de inofensivos vendedores de biblias. Se metió una pequeña linterna en el bolsillo y siguió con su faena, revolviendo cajones tan tranquilo.
-    ¡Eh! ¿Qué estás haciendo? Deja eso y estate quieto  –grité tratando de intimidarle.
Sin prestarme atención, continuó impasible hurgando en otro mueble. De repente, reparó en un enorme jarrón chino de cuello acampanado que contenía varas de ajíes artificiales. Sin contemplaciones, tiró los frutos decorativos al piso y extrajo del jarrón una bolsa de piel ajada y descolorida como un bancal tras años de sequía. Retiró la bolsa y expuso a la luz un cofre de madera negra con incrustaciones de nácar unidas por líneas blancas que recordaban a constelaciones de alguna remota bóveda celeste.
Los  gruesos dedos del saqueador corrieron un frágil pestillo y alzó la tapa de la caja extrayendo un pequeño libro de forro plateado. Rima había enmudecido y, paralizada en un arrebato de veneración, mantenía fija la vista en el hallazgo. El extraño se detuvo a examinar las páginas con cautela, gruñó satisfecho, y guardó todo en una mochila. Mientras realizaba estas acciones, creí entrever el relieve de unas alas oscuras en la cubierta del libro.
Por fin, me libré del estupor que me atenazaba y me dispuse a terminar con el ostensible desprecio que aquel desconocido estaba exhibiendo ante nosotros.
-    Te dije que te estuvieras quieto, deja eso donde estaba –repetí, esta vez con calma y con frialdad.
Me propuse hablarle despacio, casi con gentileza, pero, en tanto, me fui acercando hasta que pude asir el brazo con el que sujetaba la mochila. Aquel bárbaro ladeó pesadamente su tronco y con el otro brazo me lanzó  un contundente gancho, aunque con la mano abierta.
Cualquiera diría que deseaba espantar un fastidioso moscardón.
Y fue lo que colmó con creces mi paciencia.
Me agaché, golpeando su costado, y lancé una patada sobre su pierna intentando derribarle.
No se movió del sitio, acusando el efecto de mis impactos sólo con un ligero encogimiento.
-    No, JM. Aléjate de él –exclamó Rima, desconcertándome.
Demasiado tarde: había logrado que ese oso se enfadase. Masculló una frase  que no entendí y, con una velocidad que no esperaba de su corpulencia, me apresó el cuello con una manaza y con la otra aferró la manga de mi chaquetón. Comenzó a empujarme hacia un cerramiento de cristal que daba a la terraza, e imaginé que no era con la sana intención de que me diese el fresco. Descendiendo con fuerza mi brazo libre hacia el otro extremo,  efectué una rotación que nos llevó a los dos al suelo.
Había caído encima de él y descargué mi codo sobre su pecho, tirando con la otra mano de la solapa. Antes de que pudiera afianzar el agarre, se zafó y consiguió levantarse.
De nuevo cara a cara, se trabó bombardeando mis flancos con potentes golpes que, a pesar de la protección de mis antebrazos, hacían crujir mis pobres costillas como cuerdas de arpa desafinadas. Sin alternativa momentánea ante el ciclón que me arrollaba, cerré la guardia y resolví aguantar un poco más hasta encontrar una ocasión para el contraataque.
Miyamoto Musashi escribió en El Libro de los Cinco Anillos: “Si el enemigo piensa en las montañas, ataca como el mar, y si piensa en el mar, ataca como las montañas”.
Gané distancia gradualmente y bajé los brazos a propósito mientras jadeaba fingiéndome exhausto. Como había confiado, mi rival me supuso inerme y aprovechó para intentar largarme un demoledor puñetazo. Cuando disparó su puño como una gigantesca maza, me desplacé a un lado  al tiempo que le asestaba un golpe con los nudillos en el plexo solar.
El reflejo nervioso desencadenado paralizó por un momento sus músculos respiratorios. Era mi mejor oportunidad y lo derribé con una proyección, en tanto que unía mis manos detrás de su cuello como un candado.
Todavía llevaba puesta mi gruesa prenda de abrigo y sudaba con profusión, aunque, por otra parte, me había servido para amortiguar los puñetazos en los costados. Otra vez estábamos los dos en el suelo, pero ahora mi presa alrededor de su cuello era sólida y me permitía ejercer una férrea tensión sobre sus vértebras cervicales.
Rima estaba a nuestro lado y sostenía con ambas manos una lámpara de mesa rematada por un sólido globo de cerámica.
-    Para ya, que lo vas a matar –exclamó ella, aumentando mi confusión.
Estabilicé mi posición tumbada, conteniendo las violentas tentativas de mi adversario para liberarse. Era un buen luchador, poderoso y letal.
-    ¿Que lo voy a matar? –protesté–. Si casi me hace picadillo.
-    Suéltalo, es mejor…
-    Sí, eso cuéntaselo a él –bufé.
Entonces pronunció unas palabras que no entendí al oído del individuo de rasgos asiáticos y a continuación noté que aflojaba sus esfuerzos.
-    Ya puedes dejarlo –afirmó Rima convencida.
-    ¿Estás segura?
No respondió, se limitó a asentir un par de veces con la cabeza. La pesada lámpara todavía oscilaba en sus manos.
“Éste –reflexioné–, va a ser el tercer y definitivo error de la noche”.




Estas chicas rumanas son pura dinamita. Y los DJ rumanos hacen la mejor música house del mundo.

martes, 6 de diciembre de 2011

LA MARIPOSA NEGRA: RIMA (2)





-    ¿Está lejos tu casa? –inquirí, alborozado por la perspectiva.
-    A un par de kilómetros.
-    Entonces, con este frío, voy a ir a buscar el coche. He venido andando, vivo aquí al lado. O, si lo prefieres, podemos ir a mi apartamento.
-    No, mejor vamos al mío –reiteró, cogiendo su abrigo y un bolso ligero–. Pero, no hace falta que vayas a buscar el coche, yo te traigo después.
-    Por mí, perfecto, si no es molestia...
-    No, no, tranquilo.
Tranquilo.
El desparpajo y la explicitud de su propuesta no me inquietaban –de vez en cuando suceden estas cosas–, pero había algo más…, algo impalpable. Un desapacible runruneo interno hacía que estuviese en las antípodas de sentirme tranquilo.
Me acerqué a la cabina del DJ, hice una seña de despedida a Héctor y nos encaminamos hacia la puerta.
Al salir del Brutus  la lluvia había cesado, pero el cielo, espeso y siniestro, mostraba todavía fulguraciones en la lejanía. El viento del noroeste, salobre, con olor a algas, nos embistió con sus gélidos lamentos, empecinado en detener nuestra partida. Rima se cubría con un largo abrigo gris de doble botonadura y corte militar, sin dar la impresión de acusar la agresión del cambio térmico. En el pasado, yo me había acostumbrado a soportar el frío, sin embargo notaba los aguijones de la humedad corrosiva pugnando por penetrar el  tejido gore-tex de mi chaquetón. Entorné los ojos,  tomé a Rima del brazo, y caminamos juntos hacia su coche. El vehículo, un Mini Cooper S de color plata, estaba aparcado detrás del Brutus,  bajo una farola que se columpiaba amenazante con un chisporroteo agónico. Entramos apresuradamente y nos desplomamos sobre la tapicería de cuero mientras Rima encendía el motor y accionaba el mando de la calefacción hasta hacerla funcionar al máximo.
Nos mantuvimos en silencio unos instantes, con el coche todavía estacionado, a refugio de los martillazos del viento huracanado. La radio sintonizaba Tendenzia FM y emitía una riada de buena música house. Rima sacó de la guantera un pequeño reproductor de MP3 y lo conectó a un puerto del equipo de sonido. Otra clase de ritmo bien distinto, almibarado y bullanguero, comenzó a resonar a nuestro alrededor.
-    ¿Te gusta esta canción? –me preguntó Rima, satisfecha con su elección.
-    No la había oído nunca, este género de música es distinto al que estoy acostumbrado…Pero sí que resulta animada –agregué por cortesía.
-    Se la conoce como manele y es muy popular en mi tierra. Algunos la encuentran demasiado ordinaria pero, como tú dices, anima mucho. Esta pieza es del músico Adrian, El Niño Maravilla, también famoso con el… ¿cómo se dice?... en inglés es nickname
-    Apodo.
-    Eso: con el apodo de Adi de Vito.
-    No suena demasiado a nombre rumano – observé, demostrando una falsa curiosidad.
-    ¡No, no lo es! ─exclamó ella, soltando una carcajada─. Lo llaman así por su parecido físico con el actor Danny de Vito.
-    Qué ingenioso. Bien, supongo que tendrá muchos adeptos pero haz el favor de bajar un poquito el volumen.
No tardó en notarse el efecto de la calefacción en el interior del coche. Rima se desprendió de su abrigo y me insinuó que hiciera lo mismo con el mío, sin embargo, una inexplicable y cavernosa sensación de helor persistía ligada a mis entrañas.
-    ¿Todavía tienes frío? –me preguntó, inclinándose hacia mí.
Ahora, su pelo flotaba como las tinieblas de una tempestad, y hacía resaltar la blancura de su pecho, donde pendía una gargantilla con una especie de amuleto.
-    ¿Qué representa ese colgante que llevas? –pregunté, en parte porque me sentía intrigado y en parte porque la atracción salvaje que me suscitaba Rima no evitaba que padeciera una sensación de agarrotamiento.
-    ¿Esto? –dijo, tomándolo entre los dedos.
-    Sí –ratifiqué–, el colgante.
-    Es una mariposa negra.
-    ¿Negra?
-    Sí. Es muy antigua. Procede de Irán o Afganistán, no sé. Me la regaló una buena amiga.
-    Es magnífica, se nota que es antigua, pero yo diría que no es una mariposa.
-    Con luz la verás mejor y te darás cuenta.
-    No hace falta –dije, librándome a duras penas del magnetismo que emanaba la joya–, me fio de ti.
Pestañeó, y sus ojos desprendieron una turbidez cenagosa. No tardó más de una fracción de segundo en recobrar una mirada diáfana, salpicada de candor y zalamería.
Las uñas afiladas y firmes de Rima se apoyaron en mi cuello, jugueteando con el filo de la camisa. Encontró unos eslabones y, no exenta de una repentina aprensión, curvó un dedo y fue alzando una cadena de plata hasta hacer asomar un rectángulo metálico.
-    Tú también llevas algo colgado, ¿qué es? –indagó ella ahora.
-    Una placa con una inscripción.
-   ¿Eres soldado o algo así?
-    Es un recuerdo.
-    Pero, ¿es tuya?
-    Sí, es mía, pero si no te importa, prefiero no hablar de ello ahora.
-    Como quieras –dijo, condescendiente–.  Bueno, ¿entras ya a calor?
-    En calor...
-    ¿Sí?
-    No, nada, que se dice “entrar en calor”.
-    Eres un poco misterioso, pero me gustas.
¿Misterioso yo? A su lado, era una casa sin puertas y con muros de cristal.
Alejó los dedos de mi cuello y en el mismo punto se posó su boca, húmeda, ardiente, produciéndome un  escalofrío que me conmovió con la intensidad de una sacudida eléctrica. Había dicho que le gustaba, pero, ¿se trataba de una falaz maniobra de seducción que encubría otras intenciones? Decidí someterme a sus reglas del juego, olvidando las resistencias que promovían mis recelos.
-    Tú también me gustas –declaré, al mismo tiempo que pasaba los brazos por detrás de ella.
-    ¡Ya me había dado cuenta, ja, ja!
-    Me encanta verte reír, no sé por qué tienes que estar todo el rato con una cara tan.....mmm.
Sus labios se unieron a los míos y yo estreché con mayor firmeza mi abrazo mientras una deliciosa punzada me recorría las ingles al sentir la presión de sus pechos.
Transcurrieron algunos minutos más, o muchos minutos, no sabría decir, explorándonos y absorbiéndonos el uno al otro, con movimientos suaves y limitados: el coche no era muy grande y ninguno de los dos éramos cortos de estatura.
Inesperadamente, noté deslizarse un líquido más denso que la saliva alrededor de mi boca: era sangre, mi sangre. Recordé que poco antes de salir, me había afeitado y la cuchilla me había producido un pequeño corte encima del labio superior.
-    Tienes sangre en el labio –advirtió Rima sin atisbo de alarma.
-    Ya, perdona, es que me he cortado al afeitarme y con el roce...
-    No te preocupes. Voy a curarte
Depositó los labios sobre la herida y su lengua comprimió el borde, lamiendo con cuidado los restos de sangre. Con toda la prevención que existe hoy día contra el contacto de la sangre, por el fantasma del VIH y otras infecciones, me resultó chocante el impulso de Rima.
La naturalidad de la rumana no bastó para arrancarme un cierto sentimiento de bochorno. Me disponía a buscar un pañuelo de papel en bolsillo, cuando un estrépito que provenía del techo hizo sonar el coche como un tambor. Por un segundo, supuse que se nos había caído encima la farola, pero, de improviso, vimos surgir fuera de la ventanilla de Rima un variopinto manojo de mechones erizados y unos ojos inyectados y legañosos: era Héctor.
-    ¡Eh, troncos! ¿Todavía estáis aquí? –por lo visto, ese DJ trastornado sabía cuál era el coche de Rima.
El porte estrafalario de Héctor hizo que Rima estallase en carcajadas. A mí no me hacía tanta gracia la brusca interrupción y me incliné hacia la puerta de Rima para bajar la ventanilla.
-    ¡Héctooor! –grité furioso–. ¿Estás fumado o qué? ¡Me has dado un susto de muerte!
-    Para eso he salido precisamente: para fumarme.
-    Tú estás como un cencerro. Y vas a coger una pulmonía así en camisa. ¡Vete otra vez  adentro!
-    ¡Vale, tío, ya me voy! –soltó entre hipidos y risitas compulsivas– Y oye…, a ver cuándo te pasas por casa y me arreglas el pecé, que no furula.
-     Héctor, soy médico, no técnico de informática.
-    Ya, pero sirves para todo, tío, lo mismo arreglas un enchufe que unas purgaretas.
-    Lárgate. Ya hablaremos tú y yo.
Retorné a mi asiento mientras aquel ejemplar de manicomio, que en realidad era un infeliz incapaz de matar a una mosca, volvía a entrar en el Brutus.
-    ¡Vaya con la broma del condenado Héctor! ¡No lo había visto venir! –dije, de nuevo encarando a Rima.
-    Yo sí –confesó Rima–. Por eso me he puesto a reír.
-    Pero si tenías tu cara enfrente de la mía...
-    Le he visto...cómo es... ¡de reojo!
-    Ya. ¡Pues, qué reojo tienes!
-    Oye, ¿eres médico? –preguntó como queriendo cambiar de tema.
-    Eso dicen unos papeles...
-    Je, ¿en qué quedamos...? ¿Eres médico o militar?
-    ¿Qué tal si arrancamos ya? –ahora era yo el que no deseaba prolongar la conversación.
-    Está bien. ¿Nos vamos?
-    Sí, vamos.