domingo, 27 de mayo de 2012

GAME OVER


"Selección musical RENFE le ofrece a continuación la banda sonora de la película "Platoon".  Las notas de la pieza compuesta por Barber para orquesta  de cuerdas comenzaron a llegar a través de los auriculares. El vagón estaba vacío, un viaje de Cartagena a Madrid entre semana, algo imprevisto y terrible: la muerte de un buen amigo. Juan había sido duro como roca de acantilado y a la vez tenía un corazón más suave que la arena de las playas mediterráneas donde había nacido. En apariencia, estaba en una misión en el Líbano, con la UNIFIL, pero el caso es que se había descubierto su cuerpo tiroteado en un bosquecillo pegado a un trecho de la "Blue Line", la demarcación establecida por la ONU para separar Líbano de Israel. Siempre consideré a Juan como mi mentor, el que me enseñó todos los trucos, buenos y malos, para sobrevivir en tierras hostiles. Cuando mataron a Rachel me había arrancado literalmente de la zona de fuego cuando, ciego de ira, pretendía acabar yo solo y con una miserable 9 milímetros con una horda de insurgentes talibanes. Poco después, también me arrancó a tiempo y sin contemplaciones del intenso idilio que había comenzado con las botellas cuadradas de Jack Daniel's.
─    Game over, JM - me había dicho, tirando el contenido dorado de la botella por el fregadero-. Esto se ha acabado. Es lo último que querría Rachel, si te viera así le darías asco y no es eso lo que quieres, ¿verdad? Vamos, pórtate como un hombre y guarda su recuerdo con dignidad.

Rachel tenía la costumbre de soltar esa frase, Game over -"Se acabó el Juego"-, cuando yo me enredaba con algún tema que me preocupara y no dejaba de darle vueltas. Juan copió esa expresión de Rachel y también la soltaba de vez en cuando. No me hacía gracia en particular, pero era las dos únicas personas que me la decían.
En esa tarde repatriaban el cadáver de Juan  y al día siguiente serían los funerales en la base militar de Torrejón de Ardoz.
Me quedé dormido con la música hasta que una voz femenina consiguió abrirse paso en mi fugaz sueño.
─    Disculpe. Perdone que le moleste, pero tengo que pasar, mi asiento está a su lado, en la ventanilla.
La mujer tenía unas facciones finas y regulares que no encajaban en ningún perfil típico; sus  ojos eran azules y cálidos y tenía una melena de color castaño claro que alcanzaba la espalda.  La edad era difícil de definir, no tenía arrugas notables  y su expresión era ingenua, pero en su rostro flotaba un aire de madurez.
Me levanté de inmediato para permitirle el paso.
─    No es molestia. Creo que me he quedado dormido.
Era obvio que la mujer sabía que estaba dormido como un leño, qué tontería. Aunque, desde luego, era casualidad que con todo el vagón vacío fuera a ocupar un asiento a mi lado. Estábamos por..., no sé, calculaba que a mitad de camino. ¿En qué estación había subido? Bueno, tampoco es que me importase mucho.
Vestía unos vaqueros y una blusa blanca. Llevaba un bolso pero no veía ningún otro equipaje.
─    ¿Sabe si ponen película?
La sonrisa y una mirada chispeante le daban a la mujer del tren un aspecto de niña traviesa, a punto de cometer alguna travesura.
─    Me temo que ya  la han puesto. No he prestado mucha atención, la verdad. Y luego me he quedado dormido.
─    Qué pena.
─    De todas formas -dije, de forma casi confidencial- me parece que era un rollo. Si quiere un periódico...
─    No, escucharé música.
─    Bueno, si se ha traído su música... No le recomiendo la que ponen aquí, está un poco pasada.
─    No importa, las cosas pasadas son también las cosas de ahora. Las modas van y vienen, ¿no?  Pero el pasado vuelve, vuelve si se le llama. Todo regresa, aunque sea con formas distintas, ¿no?
─    ¿Cómo dice? Perdone, ¿nos conocemos de algo? -pregunté, nervioso de repente.
─    No me haga caso. Si le molesto me puedo cambiar de sitio.
─    No, no es eso, es que. No sé. Es raro.
─    Ande, póngase los auriculares, parece cansado y la música que estaba escuchando, aunque le parezca "pasada" por lo menos le ayudará a desconectarse, ¿no?.
La mujer del tren cogió los auriculares que yo había conectado a la salida de audio de mi asiento y me los colocó con un gesto delicado. La punta de sus dedos rozaron por un segundo mi mejilla y en ese instante creí reconocer un tacto que me llenaba de amor y paz, un tacto que creía perdido ya en la oscuridad del pasado y de la muerte.
─    Game over. Descanse.
Cuando volví a abrir los ojos, estaba de nuevo solo en el vagón. Los altavoces del tren anunciaban "Próxima estación: Madrid-Atocha". Y, simultáneamente, a través de los auriculares me llegaba otra voz que decía: "Selección musical RENFE le ofrece a continuación la banda sonora de la película "Platoon". 





domingo, 20 de mayo de 2012

LA DANZA OSCURA


Despierto muchos días
a punto de caer en un abismo de sedas negras,
pero sobre todo
en una niebla devolviendo  el temor
de las madrugadas que llegan
solas
mientras el amor dice adiós
desde las alas mutiladas
de los sueños.

En los ritos profundos
que se nutren
de los besos segados,
todas las noches de galerna
se repiten hasta el infinito
como un círculo de heridas desmontadas.

Qué largo es el camino
para recordarte.
Me miran siluetas de cera
mientras toco tu ausencia,
mientras toco la oscuridad de tu nada inmóvil
y gimo hasta el éxtasis.

Los cuerpos de antes
no fueron más que una escala de pasadizos inseguros.
Nada puede regresar
con el mismo placer
que sentía al hundirme
en tu piel de aguas perfectas.
Hoy
y otra vez mañana
y mañana
sin ti.
Y en lo mas lejano,
danza
el peso de los latidos sin despertar.




lunes, 14 de mayo de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: SIGHT (1)



Todavía sobre el rellano que abocaba al arco de entrada de la oficina del Dukh, Mónica y yo seguíamos inmóviles bajo el conjuro de nuestros propios demonios internos. No sabía los pensamientos que fluían por la cabeza de Mónica, pero el ascenso por la siniestra escalera había sido para mí un viaje que drenaba la facultad de discriminar en la memoria lo muerto y lo perenne. Un trayecto que me arrojaba  al  infierno  de un pasado con el que había luchado cada día y cada noche para que no volviera a revivir.

Quala-e-Now, noroeste de Afganistán.
-    ¡Esos hijos de puta nos van a freír! –bramó el cabo Lobeira, escupiendo polvo– ¿De dónde han salido?
Nos habíamos metido en una emboscada de los talibanes, que se cebaban con las tropas regulares del Ejército Afgano emplazadas en la vanguardia. En principio, el fuego no iba enfocado contra el convoy de la OTAN, a pesar de la inmediata respuesta con nuestras ametralladoras y fusiles HK para apoyar a los militares afganos, pero eran numerosos los proyectiles y trozos de metralla que silbaban alrededor. De todos modos, nos encontrábamos bien parapetados y no cabía mucho más que hacer, aparte de aguardar el respaldo aéreo que se había solicitado al mando de la OTAN.
-    ¡Están masacrando a esa gente! ¡Intentaré llegar hasta los heridos que estén más cerca! –dijo Rachel gritándome al oído.
-    ¡Ni se te ocurra! –rechacé con firmeza–. De momento, hay que estarse quietos. Meterse allí ahora es un suicidio.
-    ¡Te digo que voy!
-    ¡Tú no te mueves de aquí! ¡Es una orden!
-    ¡Que le den a tus órdenes!
-    ¡Maldita canadiense cabezota! ¿Y yo he ido a enamorarme de ti a estas alturas? Debo de haberme vuelto loco.
-    Cálmate, amor mío, todo irá bien. Voy a pegarme a los BMR y, a su resguardo, haré lo que pueda para auxiliar a las bajas que estén a mi alcance.
-    Está bien, voy contigo. Pero yo voy delante. ¡Y no te separes de mí! ¿Llevas los hemostáticos?
-    En la bolsa. ¿Listo?
Entre los aliados afganos y nuestro equipo había un estrecho espacio y con una corta carrera tocamos su posición.
-    ¡No levantes la cabeza, Rachel!
La explosión de una granada, que había sorteado el vehículo blindado que nos servía de escudo, cayó a poca distancia levantando una nube de gases y partículas rojizas.
Cuando se disipó la polvareda y se aclaró la visión, Rachel estaba de rodillas con una mano ensangrentada apretándose la garganta.
-    ¡Dios mío, Rachel, déjame ver la herida!
Una esquirla asesina había hendido las ramas vasculares del cuello.
-    ¡Tengo frío, JM, abrázame!
-    Voy a examinarte…. ¡Es sólo superficial! –mentí–.Te colocaré un apósito y te pondrás bien. Nos van a sacar ahora mismo.
-    No siento nada, JM. No te veo, no te veo…
-    ¡Rachel, Rachel, honey, aguanta un poco más! –exclamé, roto de dolor, mientras trataba de comprimir desesperada e infructuosamente la hemorragia letal.
El rugido de los aviones de combate americanos F-15 volando sobre nuestras cabezas dio paso a las detonaciones del bombardeo de precisión.
-    ¡Suéltela, mi Teniente Coronel! –la voz del cabo Lobeira resonó atravesando  un inmenso vacío de irrealidad–. ¡Tenemos que retirarnos! La aviación ha barrido la zona y hay un helicóptero para trasladarla.
Seguía aferrado al cuerpo inmóvil de Rachel, con la cara y el uniforme empapados de su sangre.
-    Mi Teniente Coronel, deje que nos la llevemos –reiteró el cabo, suplicante–. Ya es inútil: está muerta.
“Está muerta, está muerta, está muerta.”


Antes de que Mónica lograra llamar, la puerta que daba al despacho se abrió hacia fuera con un chasquido seco.
-    ¡Venga! ¡Venir adentro! ¡Os estamos esperando hace rato!
Era el discurso inconfundible de Rima chillando a todo pulmón desde el interior.
Cualquier intento de replicar hubiera resultado en vano: el machaqueo del dirty dubstep, un tipo de música “dura”, atronaba en el recinto cerrado. Entramos despacio, sumergiéndonos en una penumbra pegajosa, y a punto estuvimos de tropezar con la escultura a tamaño natural de una pantera de mármol dispuesta sobre el suelo: símbolo o advertencia de que aquello, más que un simple despacho, era el dominio de un Khan, de un Señor –o Señora– de la Guerra.
Wooooaaaa Woooop
“… ha tenido que marchar un… –creí entender a Rima– pero… llega”.
Wooooummm, Wooop
La escasa iluminación provenía de algunas bombillas incrustadas en el techo que difundían una luz cenicienta pero cálida. Distinguí la estampa gótico-metalera de Rima, cómodamente instalada en un sofá de cuero junto a un avanzado equipo de alta fidelidad.
-    ¡Rima, por Dios, quita ese estruendo infernal y pon algo tolerable!
Rima obedeció en el acto. Ni Mónica ni yo habíamos pronunciado una palabra. La orden provenía del fondo de la habitación, atravesando una espesa cortina roja. Se escuchó el ruido metálico de un cerrojo al encajarse y la tela comenzó a descorrerse. Poco a poco fue asomando el marco de un rostro nacarado y el resplandor humeante de una mirada en la oscuridad. Los acordes iniciales de Esta mascarada, de George Benson, palpitaron apacibles en la estancia.
-    Mucho mejor –dijo la sombra, avanzando–. Vaya una manera de recibir a nuestros invitados.
La voz, de nuevo.
La voz que surgía de un velo, de un delirio, que brotaba de mí mismo.
Una voz, en impecable castellano, adornada por sutiles entonaciones eslavas, que había escuchado con anterioridad en lenguas extrañas. Un sonido que resucitaba los ecos de un amor sepultado por los escombros de un pasado recóndito. Un murmullo que despertaba también las inusitadas sensaciones que había experimentado hacía unos meses en mi último viaje de trabajo a Bélgica.


Me hallaba en  Bruselas, saboreando una taza de té en Bonjour Angélique, tras una reunión que había concluido prematuramente con agrias discrepancias. Aún era temprano y podía emplear el tiempo sobrante para hacer una excursión, ya que hasta el día después no tenía que retornar a España. Valoré si desplazarme hasta Namur, dar un paseo y admirar el tesoro del Priorato d’Oignies, pero, en última instancia, me decanté por visitar la ciudad de Brujas, a tan sólo una hora en tren.
  Me fascinaba aquel lugar: los verdosos  vientres de sus canales, las piedras húmedas de Historia… Se diría que cada rincón, cada fragmento, de la ‘Venecia del norte’, persistía inmutable en un mágico lienzo.  Una vez allí, como un espíritu sediento del sueño de la vida, mis pasos siempre me arrastraban a un punto que, más allá de cualquier creencia, se erigía en reducto de lo sobrenatural: la basílica de la Santa Sangre.
 Cuando ya avistaba las siluetas orientales de las torres que se elevaban sobre la capilla, me alertó el zumbido de mi teléfono móvil con un aviso desde España. Mientras respondía a la llamada, una anciana con pañuelo negro en la cabeza y raídas vestimentas se aproximó extendiendo una temblorosa mano.  Sin cortar la conexión, rebusqué monedas en mis bolsillos, extraje una de dos euros y se la entregué con tal de que me dejara hablar en paz.  Aceptó mi ofrecimiento, enderezó su encorvada espalda y dijo en francés “¡Mírame!” Sorprendido, contemplé sus marchitas facciones, sin acertar a comprender qué pretendía. Colgué el teléfono, al tiempo que la indigente me daba la espalda, pero, antes de distanciarse y desaparecer entre la multitud de la Plaza de Burg, se giró y volvió a mascullar:
 “¡Mírame! ¿Es que has perdido la vista?”
 “¡Pobre abuela! –pensé–. Padecerá Alzheimer o alguna otra clase de demencia”.
Traspasé, al fin, la puerta del templo y ascendí rodeado de visitantes hasta la planta superior. Conforme me adentraba bajo su techo neogótico, me asaltó una sensación indefinible de sosiego. Apegado a mis propios rituales, me coloqué en la cola que se encarrilaba hacia el relicario con las supuestas gotas de la sangre de Cristo, traídas por Thierry de Alsacia, conde de Brujas, en el siglo XII a su regreso de las Cruzadas.
 Al instante, percibí la presencia de una “anomalía”.
 Lo que atraía mi interés y provocaba cosquilleos en mi nuca, eran tres personas sentadas en una de las filas delanteras: una mujer de pelo rojo como el cinabrio,  un hombre de espalda hercúlea y, en el lado externo,  otra figura femenina con la cabeza agachada. Esta última, estaba envuelta en una capa de paño negro con capucha que ocultaba su fisonomía y recordaba a la imagen de un monje sumido en fervorosa letanía.
O una sacerdotisa en trance de invocación.
No andaba muy descaminado, porque al llegar a su altura recitaba una plegaria. Aquel rumor me resultaba familiar, poseía la entonación de aquellos sonidos ligados a profundas emociones en el pasado que nunca se desvanecen del todo de nuestra memoria.
 La mujer encapuchada ladeó  entonces ligeramente la cabeza hacia mí, lo justo para que lograra captar una fracción de sus rezos:
“Seigneur, Ton Précieux Sang… Donne la vie à ceux qui éprouvent une existence vide de sens”. (“Señor, Tu Preciosa Sangre… Da vida a los que sufren una existencia vacía”.)
Una mano cerrada emergió de sus ropajes oscuros, avanzando hacia mí como el vuelo de un pájaro vaporoso y pálido, y desplegó lentamente los dedos para descubrir  una moneda sobre la palma. Una simple y vulgar moneda de dos euros.
Una moneda española como la que yo había dado a la anciana.
Sin duda, aquella misteriosa persona me confundía con uno de esos fieles que recolectan  limosnas, pero, reprimiendo un primer impulso, no repliqué. Proseguí la lenta procesión con el resto de los devotos sin mirar atrás. Al descender de la plataforma, volví a fijarme en el banco, pero el curioso trío había abandonado la capilla.
Nunca me he desprendido de aquella moneda. No fue más que pura casualidad, pero la guardo en un estuche como un particular ‘souvenir’.



-    Siento mi retraso… – continuó la aparición, que iba poco a poco adquiriendo contornos de mujer a medida que penetraba en la habitación.
-    No te preocupes, acabamos de subir –dispensó Mónica–. ¿Qué tal, Sight?
-    ¿Cómo estás, querida Mónica? ¿Disfrutaron del espectáculo aquellos clientes que trajiste la última vez?
-    Ya lo creo – reconoció  Mónica–. Se quedaron embobados, como de costumbre. Y me dieron una buena propina. Pero, hoy mi acompañante, no es un cliente sino un viejo amigo, aunque a veces no sé cómo le aguanto. Lo he sacado de su refugio al lado del mar.
-    Lo sé, me he dado cuenta enseguida de que no era una visita de trabajo. Pero, perdón, quizás haya poca luz, voy a encender más.
-    Pues se agradece, porque esto está más tétrico que la tumba de Tutankamon –opinó Mónica, dando un repaso a Rima con mirada aprensiva.
-    Tú siempre tan ocurrente. Pero, tienes razón. ¿Está bien así? –consultó la mujer denominada Sight accionando un interruptor que hizo resplandecer una lámpara de mesa tallada en un bloque de cristal granate.
-    Estupendo –aprobó Mónica.
-    Son cosas de Rima –argumentó, Sight–, le gustan esas atmósferas para acompañar su música.
-    Es verdad –confirmó la rumana.
-    Me lo figuraba –proclamó Mónica con notoria mordacidad.
-    ¡A ti qué…!
Sight  se llevó un dedo a los labios y Rima enmudeció de inmediato.
-     Mónica –requirió Sight con delicadeza, conduciendo otra vez la conversación–, ¿es que no vas a presentarnos?
Un aura de ondulantes hilos rosáceos bordeaba a Sight, diluyéndose según quedaba expuesta a la luz y su aspecto físico se hacía visible.
-    ¿Estás segura de que quieres conocer a este pelmazo? –bromeó Mónica–.   Sight, te presento al doctor Sangrás,  “JM”, para los amigos.
Sight avanzó, dejando atrás la lejanía de un universo oculto. Su cuerpo, flexible, armonioso, estaba ceñido por un conjunto oscuro de pantalón y top con escote de aspecto vintage.  La cabellera nacía rubia, con vetas color miel, y cobraba tonalidades castaño al descender en revueltos bucles sobre sus hombros.
Me tendió la mano de un modo formal.
No reaccioné en absoluto.
Ella era la visión.
El sueño.
Los túneles de voces.
Y yo no existía, y a la vez vivía, en un estado sin límites, sin las fronteras exterminadoras de la materia.
Sight frenó la succión del abismo sin fondo que me absorbía con una mirada  de ternura que inundó mi lengua de un sabor a cerezas. ¡Bebía su mirada!
Débil, desconocido, extraviado, sentí el empuje irresistible de mis lágrimas, pero la fuerza que manaba de sus ojos azules y salvajes me contuvo.
-    ¡Oye, JM! ¿Va todo bien? –prorrumpió Mónica–. Se te ha puesto cara de breva.
Apenas entraron en contacto nuestras manos, retiré la mía con precipitación, incapaz de absorber más impulsos sensoriales.
-    Yo sé lo que le pasa –aseguró Mónica, en tanto que los demás seguíamos en silencio–: esta noche nos hemos topado con una chica rarísima, no veas qué cuelgue llevaba, y era clavadita a ti, Sight.
-    No. Sus ojos llameaban –dije, quebrando mi mutismo.
-    ¡Pero, de qué hablas…, si eran iguales que los de un pescado muerto! –exclamó Mónica con un respingo.
-    Quiero decir –rectifiqué, esforzándome en recobrar la calma-, que sus ojos, sus rasgos en general, tenían semejanza pero eran distintos.
Rima, que hasta el momento se había mantenido ajena, se levantó de un salto, dispuesta a relatar su versión.
-    Déjalo, Rima –atajó Sight–, será mejor que yo misma se lo explique.
-    Sí –dijo Mónica, dirigiéndose a Rima-, porque tú vas a embrollarlo todo.
-    ¡Que no me hables! –estalló Rima–.  ¡Pija!
-    ¡Y tú cateta, cenutria!
-    ¡Lista! ¡Sapionda!
-    ¡Zatknís! –profirió  Sight en ruso, resuelta a parar en seco la escalada de improperios–Cállate, Rima. Compórtate con nuestra visita.
-    ¡Pues que deje de insultarme!
Las pupilas de Sight se dilataron irradiando un fulgor dorado y Rima se refugió en su sofá encogiéndose como un negruzco ovillo.
-    La persona con la que os topasteis se llama Mavra –declaró Sight, todavía con una ligera huella de irritación en su rostro–. Mavra, La Oscura. Pertenece a mi familia, aunque últimamente desconocíamos por dónde andaba. Para ser correctos, es mi prima hermana, aunque cualquiera diría que somos mellizas. Hace unos años sufrió un grave trastorno psicológico y desde entonces ha ido a peor. Siento mucho que os causara dificultades.
-    No fue nada más que un susto –argüí, pretendiendo desdramatizar, pero sintiéndome incómodo–. Sin embargo, hay algo muy raro en el suceso, difícil de describir… Por fortuna, Rima andaba por allí y acertó a controlar la situación.
-    ¡Bah, era una simple lunática! –banalizó Mónica, restando valor a la intervención de Rima, a pesar de que la “simple lunática” le había apresado por el cuello.
-    Por desgracia, te equivocas, Mónica –contradijo Sight–. Es peligrosa. Muy peligrosa… pero, en fin, ahora estáis aquí. Por favor, sentaos y poneos cómodos.
Aparte del sofá que ocupaba Rima y el sillón de la mesa de despacho, sólo había un par de sillas de estilo clásico –y apariencia poco confortable–, por lo que nos mantuvimos en la misma postura.
-    ¿Os apetece beber algo? –sugirió Sight  con cordialidad, viendo que seguíamos como dos postes –. Mónica, ya sé que a ti sí, sírvete tu misma lo que quieras, ¿de acuerdo?  ¿Y tú, JM?
Antes de que pudiera abrir la boca, volvió a entrometerse Mónica, que no quería perder protagonismo.
-    JM suele beber muy poco.
-    Bien, pero quizás le agradaría probar un poco de mi vodka –dijo Sight, con una chispa de malicia–. La fábrica es muy popular en Rusia.
-    ¿Putinka? –aposté.
-    No. Stolichnaya Elit, de una producción muy limitada.
-    Qué coincidencia.  Es mi  favorito. Gracias.
-    No es coincidencia – manifestó Mónica–, es que se lo he comentado yo, como conozco todos tus gustos…
-    Debí de suponerlo, Mónica –me quejé,  iracundo–. ¡Estás más atenta de mí que si estuviéramos casados!
-    Ni lo sueñes, pajarito. Cualquiera te aguanta todo el día. – soltó Mónica, sin dejar escapar cualquier oportunidad de darme otro puntillazo.
-    ¡Ja, ja! –rió Sight de buena gana–. ¡Qué gracioso es veros discutir! Se nota que en realidad os tenéis mucho cariño.
-    Sí, son como el ratón y el gato –voceó Rima desde el destierro de su sofá.
-    Se dice “el perro y el gato”, rica –puntualizó Mónica.
-    ¡Miauuu! –se burló Rima.
Sight sacó de un mueble bar con un pequeño frigorífico una botella recubierta de escarcha y sirvió el líquido transparente en dos vasos cortos.
-    ¡Na zdorovie! –brindé, tomando un vaso y apurando el contenido de un trago, a la manera tradicional.
-    ¡Salud! –correspondió Sight, imitando mi gesto–.  ¿Hablas ruso? –dijo, después de un leve carraspeo
-    ¡Qué va! Apenas cuatro palabras. Sin embargo, tú hablas un español magnífico, aunque tu fisonomía es eslava, incluso con trazos asiáticos.
-    Buena observación, doctor. Aprendí el castellano con mi abuelo materno, que era español, de Burgos, creo, y se casó con una rusa. Mi madre nació en Uzbekistán  y mi padre también era uzbeko… Y yo soy kirguisa, es decir, de Kirguizistán. Es un poco lioso.
-    Una mezcla impresionante…  Con franqueza, me había hecho una imagen contraria de la propietaria del local.
-    Ah, ¿sí? –dijo Sight con una sonrisa que delató suaves trazos rasgados en sus ojos –. ¿Y cómo pensabas que era?
-    No sé, quizás, una mujer de negocios de mayor edad, con gruesas gafas y hasta con un enorme puro en la mano… o tal vez con aires de bruja por el tipo de espectáculo.
-    ¿Te parezco una bruja?
-    ¡Sí, sí, una bruja! –intervino Rima desde su rincón–. ¡Pero, la más buena de todas las brujas!
-    Ay, Rima –suspiró  Sight con desesperación–, no sé qué voy a hacer contigo. Nuestros amigos no comprenden tus chistes.
-    No es que no los comprendamos –precisó Mónica, tajante-, es que no tienen gracia.
-    Bueno, bueno, doctor…, JM, y yo ¿puedo saber algo de ti? –terció Sight para evitar otra confrontación.
-    Apuesto a que Mónica te tiene al día –contesté.
-    ¡Qué va, qué va! Únicamente me ha hablado de vuestra amistad y de tu trabajo en el hospital… ¿no es cierto, Mónica?
-    Ya se lo he dicho antes –corroboró mi amiga–. ¡Ah! Y del blog.
-    …Y de tu blog en internet…
Un beep, beep, repicó irritante. Sight se excusó, se puso detrás de su mesa de trabajo, y sacó un panel escondido debajo del tablero que resultó ser una pantalla de ordenador. Tras un vistazo rápido, volvió a ajustarla en su escondite. Al inclinarse, su pecho se destapó más y creí apreciar el margen superior de un tatuaje. Inspeccioné el relieve de su escote con mayor cuidado, pero con disimulo, confiando en vislumbrar la usual insignia de la mariposa negra, sin embargo, lo que se insinuaban eran los picos o florones de una corona nobiliaria. Mónica reparó en mi acción, pero, interpretándola de otro modo, enarcó las cejas con una mueca de censura.
-    Perdona, estabas contándome cosas de ti.
-    No, yo no contaba nada. Todavía.
Sight había dado dos pasos para ponerse de nuevo frente a mí. Al desplazarse, una tenue fragancia de violetas surcó a la deriva. Yo  pugnaba por retener mi aplomo sin entregarme a la neblina que emanaba de la hondura serena de sus ojos. Mónica agitaba el hielo de la copa ancha que sostenía y miraba el techo, absorta en un ilusorio planetario.
Sight.
La Vista.
-    ¿De dónde eres?  -indagó,  ignorando mi expresión anterior, un tanto áspera.
-    Nací en Madrid, si es eso a lo que te refieres.
-    ¡Madrid! Conservo muy buenas impresiones de esa ciudad –afirmó con entusiasmo–. Estuve varios años viviendo allí mientras realizaba un doctorado en la Universidad Complutense.
-    Yo estudié en la misma universidad. ¿Cuál fue el objeto de tu doctorado? – sondeé.
-     Historia Antigua –respondió, sin extenderse en  pormenores–. Lo que me recuerda que habíamos mencionado tu blog en internet.
-    No sé que tiene qué ver… es una página corriente, como tantas otras, con relatos poemas, recuerdos…
-    Pero da la sensación de que te has movido bastante por el mundo.
-    No mucho en la actualidad. Hasta hace poco, sí que solía viajar fuera de España con frecuencia –admití–. Formaba parte de mi trabajo en una ONG.
-    No sabía que la OTAN era una ONG –disparó Sight de improviso.
Me invadió una súbita rigidez  y miré con despecho a Mónica, que se encogió de hombros desconcertada.
-    ¿Cómo has averiguado eso? –la interrogué con desconfianza.
-    Era una mera suposición, por lo que veo, acertada. En tu blog aludes a Afganistán como si lo hubieras vivido en primera persona. También hay fotos  de una ciudad de ese país y en ella se ve a mujeres vistiendo burkas  “modernos”, inconcebibles en la época de los talibanes. Si has estado allí en los últimos tiempos, no ha podido ser como turista: está estrictamente prohibido. Hasta donde yo sé, subsisten pocas o casi ninguna ONG. En consecuencia, lo más probable es que hayas estado en Afganistán  como miembro de la ISAF, es decir, de la OTAN.
Mónica y yo nos miramos boquiabiertos ante la exhibición de lo que aparentaba ser un soberbio hilo de deducciones… aunque bien podría enmascarar que los datos se había obtenido de una forma no tan inocente.






domingo, 6 de mayo de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: AVENTURA EN LA TIERRA DEL FUEGO



 Acababa de concluir un periodo de embarque a bordo de un buque que cumplía una campaña de investigación oceanográfica en aguas antárticas. Habían transcurrido varios meses navegando por el tormentoso Mar de Brandsfield y me desembarcaron en Usuahia, en la punta más austral de la Tierra del Fuego. Todavía conservaba vivas en mis retinas las imágenes sobrecogedoras de los icebergs de hielo azul, de sus amenazadores vástagos, los ʹgrowlersʹ, y de las espectrales apariciones de la aurora austral.
Deseaba un regreso tranquilo, saboreando los inacabables contrastes de la cordillera fueguina, los panoramas de los lagos helados y las caminatas a través de los bosques de lenga y canelo. Tras varios días en la zona, vagabundeando como cualquier turista, y reflexionando sobre cómo invertir mi tiempo libre, aposté por alcanzar la ciudad chilena de Punta Arenas y cruzar la Patagonia en autobús hasta el aeropuerto de Rio Gallegos. El ʹcolectivoʹ , como llaman allí al autobús,  estaba casi al completo, en su mayoría ocupado por habitantes de esas provincias, además de algún ave de corral que en ocasiones lograba liberarse de la prisión de su cesto. El viaje discurría con lentitud y normalidad, interrumpido por eventuales detenciones en encrucijadas próximas a pequeñas localidades. En una de esas paradas, subieron un hombre y una mujer  de edad madura y rasgos coreanos, acompañados por una joven que parecía ser su hija. Las mujeres se instalaron en unos de los pocos asientos libres, situados justo delante de mí, y el hombre se acomodó a mi lado. No había transcurrido ni una hora de marcha, cuando la joven se sintió indispuesta y el hombre tuvo que levantarse y mantener un precario equilibrio mientras trataba de atenderla y conversar con ella en su idioma. Yo había mantenido durante varios años una estrecha relación con nativos coreanos, cuando me entrenaba en taekwondo y hapkido, pero mi conocimiento del lenguaje se limitaba a unas cuantas formalidades y términos propios de las artes marciales. No obstante, me esforcé en hacerles comprender que era médico y que les ofertaba mi ayuda. El hombre me miró, hizo una leve reverencia y se expresó  en un español rudo pero inteligible. Agradeció mis intenciones y añadió que no eran necesarias porque sólo se trataba de un trastorno pasajero y ya estaba desapareciendo. En efecto, la joven recobró el color del rostro y bebió un sorbo de una botella de agua. El hombre volvió a sentarse y me dijo que se llamaba Kim y que viajaba junto a su esposa y su hija para que esta última fuese examinada en un hospital de Rio Gallegos. Padecía episodios súbitos de mareos y él mismo había comprobado que sus pulsaciones se comportaban de manera anormal. Ni la  acupuntura, ni el ʹAmmaʹ, ni otros métodos de revitalización energética, eran capaces de prevenir la recurrencia de los ataques. Por pura devoción  profesional, no pude menos que inquirir sobre las circunstancias de la enfermedad. Kim tomó mi curiosidad como muestra de genuina preocupación y, superando la natural reserva de su raza con los desconocidos, comenzó a deshojar fragmentos de sus vidas y de las circunstancias en las que había brotado la enfermedad de su hija. Al principio, pensé en algún tipo de crisis epiléptica, pero, como siempre, los datos de la historia en torno al origen de la afección serían claves para el diagnóstico.
 Kim y su esposa embarazada habían emigrado a Argentina en la década de los ochenta, alojándose en el barrio porteño de Coreatown. Las posibilidades de trabajo eran escasas y sólo lograron empleo en los servicios más humildes e ingratos, compartiendo fatigas con inmigrantes bolivianos. En esas condiciones, la mujer dio a luz y, transcurrido un año, acordaron trasladarse a una extensión montañosa de la Tierra del Fuego. Allí residían ya otros compatriotas, pues la región guardaba gran similitud con su población natal. Su hija siempre se había conservado sana hasta el inicio de los actuales síntomas, apenas hacía unos meses.
Me hallaba abstraído en el relato de Kim, barajando distintas sospechas diagnósticas, cuando el autobús se detuvo en seco al salir de una curva y se escucharon varios disparos que impactaron en el segmento delantero. Me asomé, medio agachado, para otear por las ventanillas y descubrí a tres hombres de aspecto miserable, vestidos con una mezcla de chaquetones, botas militares y raídas prendas civiles. Los tres aferraban sendos fusiles de asalto FAL y empezaron a ordenar a gritos que descendiésemos del autobús.  Obedecimos, entre gestos de pánico, chillidos y exclamaciones de  “¡nos van a matar a todos!” y “¡ya nos lo advirtieron las autoridades!”.  En el exterior, nos alinearon en una hilera y exigieron que depositásemos el dinero y nuestras pertenencias en el suelo. Yo estaba situado a continuación de Kim y su familia. Cuando uno de los atacantes desfiló a nuestra altura, se paró enfrente y deslizó un mugriento dedo sobre la delicada mejilla de la joven coreana.

(Realicé el mismo gesto que estaba describiendo sobre la cara de Mónica y ésta respondió simulando un exagerado estremecimiento).
 Noté que los músculos de Kim se tensaban.
-    ¡No está mal la chinita! –dijo aquel individuo con una carcajada, dejando al descubierto sus encías apergaminadas y una dentadura diezmada del color de la pólvora–-. ¿Qué os parece si  la llevamos con nosotros? –añadió, dirigiéndose a sus compinches, que celebraron a su vez con risotadas la propuesta.
-     ¡Espera –intervine–, deja en paz a la chica! ¡Tengo un montón de dórales en el forro del pantalón! –proseguí, adelantándome despacio y con los brazos caídos–. Puedes llevártelos y dejarnos marchar.
-    ¡Vaya con el  ʹgallegoʹ! –contestó el matón, al reconocer mi acento español–. ¡Venga, dame la plata!
Sin dejar de mirar el arma, me incliné para introducir la mano en el dobladillo de mis gastados pantalones  vaqueros.  El forajido trató entonces de manosear el pecho de la muchacha, que se encogió aterrada. Me enderecé enseguida, pero, antes de poder articular palabra, el repugnante individuo asió el  fusil con las dos manos y ejecutó un violento giro para golpearme en la cabeza. Volví a agacharme como un rayo y le asesté un puñetazo en el bajo vientre que le hizo soltar el FAL con un bramido de dolor. Pretendí apoderarme del arma, pero otro asaltante llegó corriendo por detrás y me propinó un violento golpe en la espalda con la culata que me llevó a estrellarme de bruces contra el terreno. Me esforcé por incorporarme, pero sentí el ominoso contacto de un cañón presionando sobre mi nuca.
-    ¡Date la vuelta!
 Me giré sin apresurarme y entreabrí la boca deslizando la lengua sobre el polvo de mis labios como si fuera la piel de una hermosa mujer donde depositaba mi último beso: estaba seguro de que me iban a pegar un tiro allí mismo.
 Una mariposa de alas oscuras aquietó su vuelo delante de mi visión, augurando la llegada de la muerte, pero el destello borroso de una sombra humana se interpuso entre nosotros con la agilidad de un depredador: Kim se lanzó como una exhalación contra mi verdugo y le descargó un puñetazo debajo de la clavícula, en el paquete vasculo-nervioso  emplazado debajo del punto llamado ʹde los mil placeresʹ o ʹcoin d’amourʹ, acompañado de otro impacto con la punta de los dedos en el entrecejo. No se molestó ni siquiera en comprobar las consecuencias, que ya suponía de sobra, y se abalanzó sobre el tercer atacante que, tras un segundo de estupor, abrió fuego sin precisión.  Kim brincaba de un lado para otro y yo aproveché la oportunidad para levantarme e intentar recuperar el fusil. En mi dirección, reapareció  tambaleante el sujeto a quien yo había golpeado y, sin cesar de moverme, le asesté un patada circular en la mandíbula, comprobando con satisfacción que varias piezas dentales putrefactas salían despedidas. Realicé una voltereta y agarré el arma como una náufrago la borda de una lancha. Comprobé que Kim no estuviera en la línea de tiro, mantuve el equilibrio, y efectué una ráfaga corta con el FAL que sacudió como a una marioneta al único agresor que restaba antes de caer muerto sobre unos arbustos.
 Los viajeros fueron recobrando gradualmente la serenidad y el conductor revisó el autobús en busca de posibles averías. Uno de los faros estaba hecho añicos y en el capó se apreciaban dos orificios  producidos por los balazos.  El motor arrancó, pero observamos que asomaban de manera esporádica hilillos de aceite ennegrecido.  Ante estos desperfectos, el conductor resolvió con buen juicio no seguir atravesando la Patagonia y retroceder hacia la población más cercana donde podría reparar el vehículo o pedir socorro a su central.  La travesía se nos antojó eterna y sofocante, hasta que arribamos a una localidad contigua al paraje donde habíamos recogido a la familia de Kim.
 Aguardamos a que el responsable del transporte procediera con sus gestiones, inmersos en una silenciosa incertidumbre. Me recosté en el rígido respaldo del asiento tratando de relajar la musculatura contundida.
-    ¿Cómo va tu espalda?  –inquirió Kim.
-     Bien, salvo por la losa con clavos que me está aplastando.
-     ¿Losa?... ¡Ah!, entiendo…un chiste español.
-     ¡Ya quisiera yo que fuera un chiste!
-    Estoy en deuda contigo por salir en defensa de mi hija –dijo Kim con gravedad–. Casi te cuesta la vida.
-    Que tú salvaste en el momento oportuno. Estamos en paz, Kim.
-     Déjame ver tu espalda.
 Me despojé del polo sudado y polvoriento que llevaba puesto y Kim recorrió con dedos firmes la zona lesionada para acometer con presiones las raíces nerviosas. Experimenté el alivio inmediato que provocaría la infiltración de un anestésico local.
-     Ahora, quítate una bota –ordenó.
 No adivinaba qué relación existía entre el músculo trapecio y mi pie, pero preferí no cuestionarle. Kim utilizó un dedo pulgar para ejercer compresión sobre un punto del talón.
-    ¿Mejor?
-    Mucho mejor – asentí, agradecido–.Me temo que he sido descuidado, todos los meses que he permanecido embarcado han debido de mermar mi entrenamiento.
-    No luchas mal, pero es un suicidio enfrentarse a hombres armados con las manos vacías.
-    No quería pelear, sólo pretendía que se conformaran con el dinero y se marcharan. De todas maneras, ¿tú qué habrías hecho?
-    Estaba dispuesto a atacarles –admitió Kim–. Quizás no de la misma manera que tú, pero lo hubiera hecho, aunque significara perder la vida.
-    Tú sabes combatir con una eficacia endiablada. Nunca había visto a nadie utilizar esa clase de técnicas.
-    ¡Ah, ja, ja! Tengo algo que proponerte, amigo español.

 
El resplandor de dos ojos como uvas carmesíes en la cabeza puntiaguda de un lagarto enroscado atrajo mi atención. Sólo era un teléfono, de supuesto diseño, acoplado detrás de la barra bajo un espejo de aguas mate en forma de T, que transmitía una llamada. Al mismo tiempo, la música evolucionó como un goteo hacia los paisajes oníricos de Kangding Ray,  flotando en cada átomo del Dukh: una selección bastante inaudita para un lugar de ocio; tan sólo mi amigo Héctor, el DJ del Brutus, me obsequiaba con esos temas cuando había poco público en el bar.  “Lo cierto –pensé, enarcando las cejas mientras suspendía mi relato– es que no puede sorprenderme ya nada de este lugar”. El camarero descolgó el teléfono y enfocó su mirada hacia nosotros. Con una seña, le acercó el estrambótico aparato a Mónica, quien apenas pronunció unas palabras.
-    Es Sight – reveló Mónica–. Dice que le agradaría mucho invitarnos a su despacho. “Si no es inconveniencia” –agregó, representando con los dedos unas comillas.
¿Cómo demonios sabía la dueña del establecimiento que estábamos allí?: las cámaras de video, cuidadosamente camufladas, eran una buena respuesta… sin mencionar que Rima había preguntado por “la jefa” en la entrada para desvanecerse acto seguido. Tanto guardaespaldas, tantas medidas de seguridad y tanto secreto, me estaban resultando cargantes por muy lujosa que fuera la sala de espectáculos.
-    Mira, Mónica, la verdad es que no tengo muchas ganas de invitaciones y visitas. ¿Por qué no te excusas diciendo que es tarde y que ya aceptaremos encantados otro día?
-    ¡Desde luego, qué arisco pareces, hijo! ¿Dónde está tu educación? Ya he contestado que subiríamos dentro de unos momentos. Hazlo por la buena marcha de mi trabajo –persistió Mónica, tozuda-. Además, creo que Sight es una de las pocas mujeres que conozco cuyo trato te conviene, aparte de mí, desde luego. Me da la impresión de que os llevareis bien. A lo mejor hago mal en presentártela, ja, ja…Pero antes que nada, tienes que terminar tu historia. Y no pongas esa cara, hombre –me espetó–-. Ya verás cómo te llevas una sorpresa.
-    No apostaría nada en contra… –refunfuñé, malhumorado–. Al final, siempre consigues liarme.
-    Venga, deja de protestar y sigue contando –ordenó Mónica.
-    No sé para qué… En fin –suspiré, aceptando lo inevitable–, ¿dónde me había quedado? Ah, sí…


 Después de una corta deliberación con su mujer y su hija, Kim optó por no permanecer allí más tiempo y emprender la vuelta a su domicilio. El área en que los compatriotas de Kim habían establecido un pequeño poblado distaba sólo una hora andando. La chica se encontraba restablecida y mostraba un aspecto muy saludable; ya acudirían al hospital con posterioridad, antes de que llegase la larga estación de frío. Kim me hizo ver que posiblemente el conductor habría informado a la Policía de los sucesos, en los cuales ambos nos hallábamos involucrados como protagonistas. A pesar de haber actuado en legítima defensa, al menos él no deseaba ser objeto de las complicaciones derivadas de una investigación policial. En cuanto a mí, me brindó la oportunidad de quedarme con ellos una temporada en las montañas. Comprendí que su oferta constituía un honor muy especial y la idea me conquistó de inmediato.
 Así fue como emprendí mi estancia con los coreanos en una aldea fueguina a la que accedimos por un sendero de guanacos, entre ollas rocosas y pequeños lagos nutridos por glaciares. Sumando mis vacaciones y permisos atrasados, disponía de dos meses libres. Sin embargo, un nuevo evento prolongaría mi permanencia mucho más de lo calculado: a los pocos días de llegar, la hija de Kim sufrió otro ataque con pérdida de consciencia. Al explorarla, constaté que, aunque aún respiraba,  el pulso era impalpable. Localicé el centro del pecho, puse una mano sobre la otra, y me dispuse a proceder con maniobras de reanimación cuando la joven recobró el conocimiento y tosió varias veces. Ahora, el pulso era irregular, pero poco a poco fue recuperando un ritmo y una amplitud de la onda normales. Pasé los dedos con delicadeza sobre su frente perlada por un sudor frío y despejé algunos mechones humedecidos de su pelo oscuro. La muchacha, aún desorientada, se incorporó en el suelo y me abrazó sollozando.
El contacto físico hizo emerger una cadena de  procesos sensoriales de carácter intuitivo desde los suburbios de mi cerebro: por unos segundos se agolparon en mis pensamientos secuencias de algoritmos  diagnósticos, mezclados con los antecedentes de la familia en Argentina que Kim me había narrado. Y entonces vislumbré una posibilidad que encajaba con todo: la Enfermedad de Chagas. El proceso consiste, abreviando, en una infección por parásitos que propagan unos insectos chupadores de sangre, conocidos en América del Sur como vinchucas o chinches gauchas. Recordé lo que Kim me había descrito: durante una temporada convivieron en penosos trabajos que duraban día y noche con inmigrantes bolivianos. La enfermedad era endémica en muchas comarcas de Bolivia, y  podía ser plausible considerar que  la hija del matrimonio coreano acabara contagiada por los insectos que los bolivianos albergaran entre sus ropas y prendas de abrigo. Sin tratamiento precoz, la infección entra en fase crónica y afecta a al corazón, provocando síntomas como arritmias y episodios sincopales, es decir, pérdidas de conocimiento. Existía una manera sencilla de confirmar el diagnóstico y una medicación eficaz para suprimir los síntomas. Decidí, por tanto, viajar a Buenos Aires y, una vez allí, acudir a la embajada española, donde tramité una solicitud de excedencia por un año. De paso, aproveché para adquirir un electrocardiógrafo portátil y llamar a mi hospital pidiendo que me enviaran por paquete urgente un envase clínico de ʹamiodaronaʹ, el medicamento capaz de suprimir los trastornos del ritmo cardiaco.
 Retorné a la aldea coreana cargado con el aparato y las medicinas y de inmediato realicé un electrocardiograma a la joven. El registro mostraba diversas alteraciones de la conducción cardiaca compatibles con la Enfermedad de Chagas y sin dilación le administré el medicamento. Discurrieron varias semanas y poco a poco los ataques se fueron distanciando hasta desaparecer, a la vez que el pulso se mantenía regular. Entre tanto, fui correspondido con el agradecimiento de Kim, quien me adiestró en los secretos de su arte de combate: el ʹSul Sa Doʹ primigenio, una suerte de ʹninjutsuʹ coreano que practicaban sólo algunos elegidos en un aislado territorio de su país. Sobrevino la época invernal y proseguí con la instrucción, que, a diferencia de los ʹdojosʹ bien equipados a los que estamos acostumbrados en Occidente, se realizaba en plena montaña o en los bosques y, con suerte, cuando las ventiscas no te permitían mantenerte de pie, en el refugio de piedra al que llamaban hogar. Con frecuencia, al finalizar la jornada, caía exhausto y lleno de moratones en el jergón y la hija, entre mis quejidos y las risas de sus padres, me frotaba con una loción de hierbas fuertemente aromática. Cuando Kim consideró que había progresado, me condujo también a una cueva cercana donde permanecía interminables horas a oscuras para, según él, “recuperar otros sentidos”. En aquella gruta, también me instruyó en el empleo de una modalidad ancestral de ʹmudrasʹ, que en Japón recibió entre los ninjas el nombre de ʹkujikiriʹ o ʹLos nueve sellos cortantesʹ
 
-    Un momento –interrumpió Mónica, atenta a los detalles de la narración–. ¿Qué es eso de los ʹmudrasʹ?
-    Los ʹmudrasʹ son –intenté, esclarecer–, en este caso, gestos de poder que se llevan a cabo  con las manos. Con ellos, se pretende canalizar la energía interna hacia cualquier parte de nuestro cuerpo o hacia el exterior de modo casi instantáneo. Pero para obtener éxito hay que ensayar antes infinidad de veces. En realidad, el proceso es muy interesante y lógico, ya que se basa en la repetición de engramas hasta que las acciones surgen sin pensamiento, como un movimiento de danza. Es decir –me animé a profundizar–, el cortex prefrontal es puenteado y…
-    ¡Vale, vale! –cortó, Mónica–. No te emociones, que te veo venir. Ya he captado la idea, creo.
-    ¿En serio? –repliqué-. ¡Vaya! No es fácil de entender. Otro día, si quieres, continuamos con el asunto.
-    Sí, otro día. No te apartes de la historia.
-    Ya estaba terminando…
Emprendí  la última etapa, donde, aparte de los sistemas de meditación y de los ʹmudrasʹ, se suponía que debía obtener o avivar algún sentido extraordinario. Hasta hoy, lo único que con certeza sé que se despertó son estos inoportunos dolores de cabeza.
-    Yo diría que algo más –apuntó Mónica con sagacidad.
-    Para ser sincero contigo, hay  circunstancias fortuitas en las que  experimento alteraciones visuales, e incluso auditivas. Por ejemplo, puedo “palpar” los sonidos y ver palabras escritas, números, e incluso zonas del cuerpo, iluminados en colores que en realidad no existen.
-    ¿Tienes algún problema en el oído o la vista?
-    No, son perfectamente normales. Bueno –confesé–, ya sabes, necesito gafas para leer pero...
-    En serio –insistió Mónica–. ¿No tendrás también esa clase de dones…?
-    No, nada de  eso. No puedo ver el futuro, ni detrás de las paredes, ni meterme en la cabeza de nadie. Es un fenómeno neurológico, inusual  pero no extraño, que se llama sinestesia.
-    Tú le encuentras  a todo una justificación científica.
-    Como debe ser.
-    No voy a discutir…Pero, ¿sabes?, es curioso, el verdadero nombre de la dueña del Dukh es Tatania, aunque se hace llamar Sight. Por supuesto, sabes qué significa Sight en inglés…
-    Sí: “Vista”.
-    Yo no tengo dones, qué envidia.
-    Sí que los tienes, Mónica: tu pintura, tu habilidad para captar la esencia de un retrato o un paisaje.
-    Bah, pero si no valen gran cosa. No vendo ni uno –gimoteó.
-    No estoy de acuerdo, a mí me parecen muy buenos. Me encanta ese que me regalaste de una pareja abrazada entre la niebla, no se ven los rostros, seguro que me lo diste porque sabes que me gustan esos ambientes de misterio.
-    Lo seguro es que eres tonto –exclamó cortante.
-    ¿A qué viene eso ahora? Te estoy diciendo de verdad que me gustan tus cuadros.
-    Anda, no seas pelotilla, aunque me gusta que me digas alguna cosa bonita de vez en cuando… Acaba tu narración.


Llegó, en fin, el tiempo de marcharme y volver a España, no sin antes recomendar a Kim que visitara con regularidad  un hospital para controlar el tratamiento de su hija… 

 
-    Y eso es todo… –concluí, acompañado de un ademán expectante con las manos–. No sé si ha sido pesado.
-    Qué va, es fantástico –exclamó Mónica con sincero entusiasmo–. Es como una novela de aventuras. Y encima, me he enterado de unos cuantos secretitos. Pero tengo la sensación de que has resumido el final  y te has guardado unos cuantos detalles.
-    Te he explicado lo que es importante –atajé, quizás arrepentido de haberme extendido en exceso–. ¿No tenemos una cita? Es una descortesía hacer esperar a la “jefa” –añadí con sarcasmo.
-    ¡ Ja, ja, qué cumplidor eres cuando quieres zafarte de algo que no te apetece! Está bien, vamos –aceptó, condescendiente–. En cualquier caso, creo que las lecciones de kung-fú  –dijo, adoptando una pose a lo Bruce Lee–, o como quiera que se llame…no fueron lo principal que aprendiste en esas montañas. ¿Me equivoco?
-    ¿Sabes, Mónica?, eres mucho más lista de lo que te empeñas en aparentar.
-    Viniendo de ti, lo tomaré como un cumplido.


La sala se doblaba en un extremo para acabar en un trayecto cegado. Sin embargo, a cierta altura, emergía del muro de granito el contorno elíptico de un ventanal tintado.  A su derecha, despuntaba el brillo mórbido de una puerta lacada en negro. Desde allí, brotaba la curva de una escalera que imitaba la cola de un enorme reptil. Mónica subió delante de mí, vacilante, aprensiva, tanteando los escalones arqueados.  El pasamano de madera reproducía los relieves de una coraza de escamas y los balustros poseían el aspecto de gárgolas invertidas. Se diría que detrás de la puerta se levantaba un escenario acorde con los universos más tenebrosos de Clive Barker.
En el umbral, Mónica se volvió hacia mí antes de llamar y me miró con profundidad. Hubiera jurado que sus pupilas irradiaban una inmensa tristeza.