jueves, 27 de junio de 2013

LA LUNA SOBRE EL LOMO DE LA SERPIENTE


Después de varios retrocesos y giros para evitar los golpes de Kim por fin atisbé un hueco en su guardia y le lancé un gancho a la zona de las costillas. Demasiado fácil. Kim se desplazó unos centímetros, bloqueó el golpe, atrapando mi brazo, y con la punta de sus dedos presionó en un Hyel –un punto de presión─ por debajo de la mandíbula. De inmediato, me fallaron las fuerzas y las rodillas se doblaron.
Kim sonrió con picardía.
-    Estás lento, amigo, tienes que venir aquí más veces a practicar. 


Había conocido a Kim hacía muchos años, cuando, tras emigrar desde Corea, había terminado en un paraje montañoso de la Patagonia. Allí había sido su huésped durante meses, después de tratar a su hija de una enfermedad infecciosa contraída durante su largo viaje de exilio. Kim era un maestro en un antiguo arte marcial, el  Sul Sa Do, que utilizaba presiones sobre puntos vitales ─donde según ellos se concentraba el Ki, la energía vital─, para neutralizar a sus oponentes. En los últimos años se había instalado en Madrid donde impartía clases de Taekwondo convencional para adultos y niños en un gimnasio de su propiedad. Su verdadero sistema de combate lo guardaba en secreto, apenas compartía sus enseñanzas con cuatro personas: dos alumnos aventajados de su misma raza, su hija y un servidor. Pero para ser sincero, yo no estaba instruido en todos los aspectos de su sistema, apenas conocía algunas técnicas. Era su hija quien representaba la verdadera sucesión en el dominio de ese ancestral sistema, con el tiempo igualaría a su padre. Lo malo es que la hija no tenía la paciencia suficiente y había empezado a coquetear con otras formas prohibidas que aceleraban el conocimiento: caminos oscuros que estimulaban el despertar pleno del Tan Jun, el centro de toda la energía del organismo.
-    Te has vuelto mayor, doctor.
La voz llegaba detrás de mí. A pesar del sarcasmo, era dulce, serena, casi hipnótica. Me di la vuelta con parsimonia y contemplé a Moon, la hija de Kim. Ya no era la jovencita débil y enfermiza que había conocido en la Patagonia, ahora tenía delante a una mujer espectacular: su mirada profunda contrastaba con la suavidad de sus facciones orientales, y a pesar de vestir un dobok, un kimono tradicional para practicar las artes marciales, se adivinaba sin esfuerzo que debajo escondía un cuerpo esbelto, atlético y sensual. Era una mujer muy bella. Y aún más peligrosa.
-    Ya no te acuerdas de nosotros, desde que te fuiste a vivir a la costa –prosiguió Moon─, pasan los años y no te vemos. Comprendo los motivos de tu marcha, pero ha pasado ya demasiado tiempo, quizás deberías de pensar en volver.
-    Estoy bien al lado del mar. Aquí ya no tengo casi amigos.
-    Pero todavía habrá alguna que otra persona que te eche de menos.
-    Oh, sí, eso espero –dije en tono burlón.
-    Bueno, mientras tanto, no te vendría mal aprovechar los días que estés aquí para entrenar un poco, te he visto algo… oxidado. Si quieres puedo darte alguna clase.
-    ¿Tú? ¿Mi chiquilla? –dije, aunque sabía de sus progresos─. No quiero que resultes lastimada.
-    Ja, qué gracioso. Mi querido doctor, ya no soy “tu chiquilla”. No sé si te has dado cuenta, pero si vienes mañana sábado por la tarde, aprovechando que el gimnasio está vacío, comprobarás tu error.
-    Me parece perfecto, veremos lo que has aprendido este tiempo.
-    Ni te lo figuras.
-    Hasta mañana, mi niña.
-    Hasta mañana, papaíto.

No, ni me lo figuraba. Aunque Kim me había ya comentado los avances de su hija en la práctica de las artes marciales, ahora tenía ocasión de comprobar hasta qué punto los había subestimado.
Llevábamos ya bastantes minutos intercambiando técnicas y poco a poco me veía obligado a esforzarme para evitar que me desbordase.
Moon se abalanzó por debajo de mi guardia para agarrarme las piernas y llevarme al suelo, donde nuestras fuerzas estarían más igualadas. Mi reacción instintiva fue clavar el codo en su espalda, entre los omóplatos, pero me reprimí en la última fracción de segundo, pues era un golpe peligroso, y terminé cayendo sobre el tatami. Enseguida, Moon se lanzó sobre mí y se montó en mi cintura apretando sus muslos contra mis costados en una postura conocida como La luna sobre el lomo de la serpiente. Desde esa posición de dominio, se inclinó y me miró con un brillo de excitación. Su trenza se había deshecho y su cabellera, de un negro azulado, casi le cubría el rostro enrojecido por el esfuerzo.  Lo único en que pensé es que estaba muy hermosa. Bueno, y, a la vez, en deshacer esa postura tan ventajosa para ella desde la que  yo sería vulnerable a cualquier ataque. Tirando de una solapa de su dobok y haciendo una tijera con mis piernas logré  que girara hacia un lado e invertir la posición, era la contratécnica, llamada Eclipsar la luna. Ahora era Moon la que estaba debajo de mí. Sus pupilas estaban dilatas por completo, su boca entreabierta.  Al tirar de la solapa de su dobok había abierto la parte superior del kimono y sus pechos redondos y turgentes asomaban en su mayor parte. Moon apresó entonces ambas solapas de mi dobok, pero no intentó ninguna técnica de estrangulación como era de esperar sino que me fue atrayendo con lentitud hacia sí misma. Ambos jadeábamos mientras nuestras bocas se aproximaban. Por fin, nuestros labios hicieron contactos y nos fundimos en un beso profundo, devorador. Moon elevó sus caderas y su pubis se apretó contra el mío.
-    Ven ─dijo ella separándose un poco─. Ya hemos entrenado bastante. Vamos a la ducha.
-    Pero...
-    Juntos.
-    ¿Estás segura?
-    ¿Me deseas o no?
-    Sí, Moon, te deseo.

Moon cubrió con jabon mi cuerpo sudoroso y desnudo bajo el chorro de agua templada. Lo hizo sin prisas, demorándose en mi vientre. Luego se enjabonó ella y cuando yo ya creí que me iba a volver loco me abrazó y fue abriendo sus muslos mientras nuestras cinturas se acoplaban.

Al penetrarla sentí que me precipitaba en otro mundo, que descendía por un universo en el que de repente se evaporaban todos los colores para envolverme de golpe con una luz cálida y cegadora. Moon gritó y a continuación me mordió en el hombro como un animal de presa. Los dos estábamos convertidos en animales salvajes, ya nada importaba salvo el deseo incontenible de volcarse en el otro. Su vagina
ardiente y jugosa como la de una adolescente provocaba en mi miembro espasmos de placer que sacudían todas las fibras de mi cuerpo. El agua tibia siguió cayendo sobre nosotros, Moon con la espalda apoyada contra una pared de la ducha comenzó a gemir y susurrar palabras en su idioma nativo mientras me mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Entonces no pude más y fui yo el que gritó, un grito que salía del mismo Tan Jun, del centro más profundo de la energía vital, mientras eyaculaba dentro de Moon.
Pero no habíamos acabado.
Nos secamos y volvimos al tatami sin vestirnos. Desplegamos una toalla grande y nos tendimos uno al lado del otro. Nos miramos en silencio desde nuestra desnudez como si ambos formáramos tan solo elementos de un sueño. Pronto volvimos a sentir hambre, hambre de piel, de labios, de humedad, de placer. Y volvimos a amarnos.
Permanecimos en el tatami toda la noche de ese sábado de Junio. Ella parecía una hechicera manipulando hábilmente mi Ki, mi energía vital y sexual, mediante la presión de determinados puntos. Cuando yo ya me sentía desfallecer, ella clavaba una uña en un lugar de mi oreja izquierda y la hoguera del deseo brotaba de nuevo provocándome una erección inmediata.
-    Si tu padre nos descubre, me mata ─recuerdo haber dicho en algún momento.
-    No te quepa la menor duda ─replicó ella, jocosa, como al que le cuentan un chiste.
Por fin, cuando llegó la hora del amanecer yo estaba del todo extenuado, sin vestigio de fuerzas. Moon, sin embargo, parecía tan fresca, llena de vitalidad. Me acarició el pelo como el que consuela a un niño y con una dulce sonrisa me dio un beso fugaz.
Yo sabía lo que quería decir esa sonrisa: al final, ella había ganado el combate.






lunes, 10 de junio de 2013

MARIPOSAS NEGRAS EN LA OSCURIDAD



Me adentré en el Brutus Bar y por un momento creí que nada había cambiado en una década, que el tiempo había permanecido estancado en ese rincón como una gota olvidada en las entrañas de un océano despiadado.
Hacía más de una año que no entraba. Las mismas luces desvaídas, la barra en forma de Z, otra versión de "World hold on" sonando, como si fuera una noche más de las de entonces. Y, por supuesto, Ibi.
Ibi, con sus piernas largas y morenas, su melena negra ondeando mientras preparaba una copa de espaldas. Y aquel culo como la cresta del Moncayo. Todo estaba bien. La minifalda de Ibi era una prueba de la sabiduría del Universo, de alguna Inteligencia todopoderosa que velaba para que las buenas cosas no terminen solo convertidas en átomos de hidrógeno.
-    Ibi –llamé, más animado.
No me escuchó.
-    ¡Ibi! –insistí, casi gritando.
Ella, por fin, se dio la vuelta.
Pero no era Ibi.
-    Voy, voy, pero no soy Ibi.
-    Perdona, es verdad, es que por detrás…
-    No pasa nada. No eres el primero que nos confunde. Ibi es mi prima, dejó este curro hace meses y me lo pasó. No te había visto antes por aquí. ¿Conoces a mi prima?
Había un innegable parecido en su rostro, era de piel más clara, menos mulata que su prima, pero no tenía aquellos ojazos como abismos donde uno se tiraría sin pensarlo dos veces.
-    Soy un viejo cliente, pero hace como un año que no vengo por aquí. ¿Sigue siendo Javi el dueño?
-    El mismo. Bueno, ¿qué te pongo?
-    Stolichnaya con hielo.


Quizás todo en la vida no es más que un cúmulo de casualidades, unas con mayor fortuna que otras. Un viaje incierto de una partícula más en el cosmos, una partícula efímera, pero consciente, lo suficientemente como para saber que es una mierda con destino a la nada. Y, que se sepa, nadie vuelve de ese nada.
Tengo antepasados extraños. Las historias familiares han transmitido leyendas y símbolos que sugieren vínculos con sociedades ocultas, la de los masones es una de las menos desconocidas en general, pero me consta que algunos miembros de la familia estuvieron ligados a grupos de creencias aún mucho más esotéricas. Crecí acompañado de relatos como la de las apariciones de La Dama Blanca, y a veces descubría dibujado en la contraportada de algún libro antiguo una figura parecida a una mariposa negra. Nunca olvidaré un fascinante dibujo de una mariposa negra goteando sangre oscura que algún antepasado había hecho en un ejemplar de "La doctrina secreta" de Madam Blatvasky. Debajo de la figura había escrito con caligrafía picuda: "Nuestras almas serán como mariposas negras en la oscuridad"
Recuerdo que cuando era niño estábamos pasando un verano en un aislado caserón familiar conocido como “la Casa Alta”, en una finca extensa y apartada. En una tarde de agosto, algunos de mis familiares habían decidido celebrar una sesión de espiritismo, clásico, a la vieja usanza, según decían. Algunos, finalmente, se marcharon, pero yo me quedé escondido en un rincón de la estancia. Desde allí me dispuse a  observar cómo funcionaba aquella especie de ritual que iban a iniciar  cuatro personas de mi familia. No me cabía duda de que era algo que ya habían repetido en otras ocasiones, pues parecían concentrarse con facilidad y en total silencio. De los cuatro, uno sostenía relajadamente un  lápiz sobre unas hojas de papel. De repente, rompiendo el mutismo que había imperado, uno de ellos habló con voz firme.
-    Sentimos tu presencia –dijo, dirigiéndose al aire-. Sabemos que estás aquí. Manifiéstate o dinos lo que deseas.
El familiar que sostenía el lápiz empezó entonces a escribir de forma convulsa, se diría que la mano se moviera sin conexión con el resto del cuerpo. Por fin, el movimiento cesó.
-    ¿Qué hay escrito? ─preguntó alguien.
-    Muchos garabatos sin sentido ─contestó el que había sostenido el lápiz─, pero hay dos palabras que se repiten con claridad: misas y velas.
Entonces, el que aparentaba dirigir esa sesión volvió a dirigirse al aire.
-    ¿Misas y velas para quién?
La mano se deslizó con el lápiz sobre el papel, esta vez con apenas dos o tres trazos.
-¿Qué hay escrito? ¿Qué ha contestado?
- Para vosotros. Es decir, “misas y velas para vosotros”.
Unos meses después, las cuatro personas que habían  participado en aquella sesión morían juntos en un accidente de automóvil.


-    Me cobras…¿cómo te llamas?
-    Sandy.
-    Cóbrate, Sandy –dije extendiendo un billete de 50 euros─, no tengo cambio.
La chica volvió con el cambio, y al recogerlo, me quedé de piedra: entre los billetes había una mariposa negra de papel.
-    Sandy, ¿qué es esto? ¿Una broma?
-    ¿El qué?
-    Esta figura de papel.
-    Ni idea, yo qué sé, estaría con algún billete.
-    Sí, será eso.
-    No es para tanto, se te ha cambiado la cara. A la próxima te invito yo. Por los viejos tiempos cuando estaba mi prima Ibi.


Christina Rossetti escribió en Monna Innominata:
"Sueño contigo para despertar: ojalá pudiera
soñarte y no despertar, sino permanecer siempre dormido".



Una de las versiones que más me gusta del "World hold on" de Bob Sinclair