sábado, 16 de enero de 2010

LA MUJER QUE TEJÍA ARCOIRIS EN LAS SOMBRAS

Cuentan que existió una tribu árabe que enseñaba a sus hijos a danzar sobre la arena de forma que sus huellas dibujaban símbolos arcanos. A menudo recordaba esa leyenda cuando paseaba con ella –la mujer sin nombre, la mujer de ninguna parte– por la orilla de la playa. Le gustaba brincar a mi alrededor como una chiquilla traviesa, sus pisadas eran pequeñas y se agrupaban a trechos, revueltas y carentes de significado. Sin embargo, sabía tejer arcoíris en las sombras de mi dormitorio y trazar contornos de remotas nebulosas sobre mi piel.
Nunca supe de dónde vino
Una vez me contó que había nacido en una tierra de cielos sombríos, pero nunca le gustaba hablar de ella misma. A veces, cuando dormíamos juntos, su voz llegaba hasta mis sueños. Una voz que parecía prestada por el aliento de un espíritu que moraba en otro universo. Su mirada abrasaba en la penumbra, pero a plena luz se diría que se eclipsaba hasta emanar la vacuidad de unos ojos muertos.
Yo estaba acostumbrado a transitar por mundos intermedios, allí donde el entorno se disuelve y deja paso a percepciones que permanecen secretas detrás de los objetos cotidianos. Ella, en contraste con su misteriosa naturaleza, amaba las cosas sencillas en apariencia. Era ligera como una hoja seca en el viento, grave cuando en la noche se convertía en un espejo de la luna.
Compartíamos las esferas de encuentros situados en la ribera de un destierro, lechos de niebla sobres franjas entre sueños. Podría decirse que nos ataba una pasión desprovista de justificaciones o, más bien, un ansia por profanar nuestros sentidos.

- ¿Por qué estás conmigo? – me atreví a preguntar un día, mientras en la oscuridad del cuarto contemplaba su sombra perfecta todavía ardiendo después de haber hecho el amor.
- Porque eres guapo –respondió ella, indiferente.
Entonces, yo puse los ojos bizcos, me doblé las orejas con los dedos y asomé la lengua.
- Bueno, pues porque eres muy feo –rectificó, con una de sus sonrisas, tan escasas e incapaces de enmascarar la turbiedad de una tristeza infiltrada.
- En serio, ¿por qué? –insistí, a sabiendas de que no obtendría respuesta.
- ¡Qué manía tienes de preguntarlo todo! Porque sí, yo qué sé. No me hagas pensar.
- No quiero que pienses, quiero que sientas.
- Mira, vamos a vivir lo que tenemos –sentenció, tajante–. Deja las metáforas para tus poemas.

Ella no entendía mis poemas, en realidad, no entendía nada de lo que yo escribía y casi ninguna de las reflexiones que acostumbraba a lanzar cuando el crepúsculo nos sorprendía sentados en la arena. Pero se dejaba mimar, feliz, casi mansa, por los ropajes de las atmósferas que yo creaba en mi refugio de la costa con las luces de las velas, los acordes hipnóticos de la música fractal y alguna bebida seca y fría. De repente, despertaba como si volviera de un remoto cautiverio y me arrastraba hasta la oscuridad de los abismos donde crece el placer.
No dejaba lugar para la dulzura en aquellos derribos sexuales e incluso las caricias más banales tenían el aspecto de ser una demostración de dominio. A veces, deslizaba sus dientes puntiagudos por todo mi cuerpo en lo que, más allá de jugueteos eróticos, parecían los gestos de una araña envolviendo a su presa con hilos de seda. Después, mientras su cabello recogía los reflejos de las velas, mojaba sus dedos en saliva para trazar curvas y símbolos interminables sobre mi piel. Todo ello era apenas el paso por el ojo del huracán. Muy pronto, volvía a aprisionar mi pelvis profundamente entre sus muslos y nuestras existencias, tan distintas, se agrietaban enfrentadas y fundían sus lavas de memorias, de secretos, de sed, en un único torrente convulso.
Más tarde, nuestras mareas se replegaban hacia sus propios y desconocidos orígenes y nuestras siluetas permanecían inmóviles, como fósiles desnudos entre densidades de materias extrañas que de nuevo se iban desvaneciendo poco a poco. Fermentada con las gotas de la pasión, sus facciones se tornaban difusas, sin edad, como las de un ángel o un fantasma.

Ella sabía llevarme al cielo y al infierno, a la abrasión del deseo o al destierro de una frialdad no humana. Sin embargo, de todas las sensaciones que viví con aquella mujer, mis recuerdos permanecen encadenados a un cuadro inmutable.
Un anochecer estábamos sentados sobre las rocas frente a un mar de olas tranquilas. Como de costumbre, apenas dejábamos escapar alguna que otra palabra, pero flotaba entre nosotros una paz inusual. La paz –entonces no lo sabía– que era un preludio de nuestra despedida. Y, durante ese soplo de serena intimidad, deslizó su mano por mi espalda y fue ascendiendo con lentitud, como si realizase una fatigosa travesía, hasta detenerse en mi hombro. Giré mi cabeza hacia ella y su boca se posó en la mía para besarme como nunca lo había hecho antes: sin urgencia, sin ansia, rozándome con la tersura de unos pétalos que se adhiriesen a la humedad de mis labios. Por unos instantes, su mirada retuvo el brillo de un mar transparente, murmuró con tono suave palabras en un lenguaje que no comprendí y, finalmente, se dejó vencer sobre mi costado.
Son los únicos gestos de ternura que guardo de ella en mi memoria.
Nunca supe el nombre del lugar de dónde había venido. Ni si regresó a esas tierras de cielos sombríos. Pero aquellos últimos instantes que vivimos juntos, la fugacidad de los gestos de ternura, permanecen ahora día a día en mis pensamientos como si ellos fueran, por si solos, la razón para una vida.

1 comentario:

  1. El tío del intimista.16 de enero de 2010, 22:40

    Este relato lo escribió mi sobrino durante una de las temporadas en que se retiró a vivir a la costa. En esa época estuvo inusualmente tranquilo. El decía que había "logrado abrir algunos candados a su oscuridad". Para mí, que no. Que tan solo había aumentado la dosis del Prozac. En cualquier caso, el tiempo que pasó acompañado de una misteriosa mujer en aquella vivienda junto al mar le procuró mucho bien a su espíritu. Lástima que no continuasen juntos. Quizás no hubiera acabado tan malamente.

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