jueves, 28 de julio de 2016

DE VUELTA AL CAMINO


- Perdone, ¿voy bien por aquí para la Plaza de los Mostenses?
La voz de la mujer sonó como muchas voces al unísono, su rostro era como mil rostros y ninguno.
Empezamos bien la noche –me dije-. Otra vez, me topo con una de estas mujeres que parece acabar de haberse desprendido de la nada. Y a la vez, ese rostro, esa mirada, el gesto, me recuerda al de una misma mujer que se diría haber servido de modelo a varios pintores, algo que no sería excepcional salvo porque esos artistas la retrataron desde el Renacimiento hasta el siglo XX, de Caravaggio a Gustav Klimt.
- Como ir, va en buena dirección, pero queda bastante lejos –respondo.
- No importa, gracias, tengo tiempo de sobra.
- Lo suponía.


Era jueves por la noche y el viento en Madrid soplaba fuerte y caliente. Caminaba casi solo por el callejón que daba acceso al Kraken, sintiendo como si  el revoloteo de unas alas invisibles se desplazara con mis pasos.
Era temprano y el local estaba todavía casi vacío. Me había prometido no volver, no tomar otra vez el camino del callejón al disco-pub, pero desde mi regreso hacía poco de una misión por un país africano me cercaba una sensación de soledad que creía olvidada.
Poco a poco, mientras se fundía el hielo con el Stolichnaya en mi copa, se iba llenando el local. Por momentos me invadieron sensaciones de ser un extraño a todo aquello, a ese mundo, a la sociedad, pero de repente comenzó a sonar “How deep is your love”,  y recobré un sentimiento intenso de estar atado a todas las pequeñas cosas que me rodeaban: vasos, luces, miradas fugaces, como si uno fuera parte de todo y parte de nada a la vez. Y supe, de alguna manera, que no todo desaparece para siempre.
Y el deseo.
El deseo que atormenta en la ausencia, que se hace aún más doloroso y profundo cuando pensamos que todo está perdido.
Cuando estaba en el desierto durante los días pasados, cuando en cualquier momento podías convertirte en el polvo rojo que te envolvía, curiosamente el deseo persistía, como una hoguera en otra hoguera. No sé, quizás es el que el puro instinto de supervivencia aviva esos impulsos. Ya digo, no sé, pero lo que es cierto es que tras el viaje, cuando regresé a casa, aun vestido con el uniforme de campaña caí agotado en la cama. Soñé entonces que ella estaba allí, en mi casa de Madrid, esperándome, y que la besaba con una infinita pasión, por todos esos días como siglos que nos habían separado, y le quitaba la ropa, nervioso, mientas la mía salía también volando: la guerrera por aquí, las botas por allá, los pantalones en la mesilla… Oh, madre mía, hacíamos el amor con el afán de quien intenta devorar cada sensación, cada latido sacudiendo la piel, cada temblor de sus labios, cada temblor de su alma.
Pero solo era un sueño. Un sueño extraño, como el que se dice producen ciertos venenos letales instantes antes de que se produzca la muerte: el cerebro se aferra a la vida, al símbolo más potente de la vida, y carga la mente con un delirio donde se arde en un incendio de sexualidad  y puro amor como es imposible de sentir en la vida real. El sueño duró poco y luego vinieron las pesadillas, pero cada vez  que despertaba entre una y otra tocaba la de cadena que rodeaba mi cuello, donde pendían una vieja cruz de plata, mi placa de identificación y una “J” que ella me había regalado. Alguien dijo que era bueno soñar, pero mejor despertar. Estaba vivo, eso  era lo que importaba.


Ensimismado todavía con las reflexiones sobre mis ensoñaciones me di cuenta de que alguien se acercaba hasta mi oído y tiraba a la vez de mi mano.
- Te vas a dormir como sigas así tan ausente. Mi amiga dice que te conoce y que vengas a bailar con nosotras.
Quien me asaltaba de esta manera era una chica de rubio botellón que debía ser la lanzada o la graciosa del grupo. Pero ni ella me sonaba de nada, ni su presunta amiga o amigas de los cojones. Con lo tranquilo que estaba…
- Perdona, pero ni os conozco ni tengo ninguna gana de bailar ahora.
- Vamos, hombre, no seas tieso –insistió la del rubio botellón sin soltarme la mano.
- Que no, que no quiero bailar. Suéltame la mano de una vez, coño –tengo que reconocer que no era un buen momento para exhibir mis mejores modales.


Cuando por fin me vi libre, balbucí una disculpa y me alejé hasta la otra punta de la sala, justo donde había una escalera que conducía a un guardarropa que ahora, en pleno mes de julio, estaba fuera de servicio. Allí abajo  todo estaba a oscuras y de alguna forma me atrajo la idea de rodearme de esa oscuridad, de aislarme por un momento.
Justo cuando iba a empezar a bajar, alguien volvió acercarse a mí. Otra que dice que me conoce –pensé-. Qué tostón.
- Mi… Señor…
Me giré, más que nada por el modo de dirigirse, y efectivamente, me encontré con alguien a quien conocía, aunque vaya usted a saber de qué.
- ¿No sé acuerda de mí? En Yibuti, hace poco…
- Ah, claro que sí –respondí casi aliviado-. –Tú eres la capitán enfermera que estás destinada allí, qué haces en este sitio.
- No sé si recuerda que estuvimos hablando. Le comenté que dentro de unos días terminábamos nuestra rotación y volvíamos a España. Y yo, concretamente, a Madrid, donde vivo. Creo que incluso comente bromeando que vendría por aquí y a que lo mejor le gustaba a usted venir a este local.
- Pues, es verdad. Que estuvimos hablando. Pero no me acuerdo de haber quedado contigo aquí, en serio.
- Hombre, mi…, quedar no quedamos, hablamos de que los dos volvíamos a Madrid y bueno, verá mi…
- Perdona, vamos a hacer una cosa, Nuria, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Ves como me acuerdo de ti? Mira dejas de llamarme mi… o señor… que estamos en un dico-pub y la verdad se me hace raro. Y mejor nos tuteamos.
- Vale. Cómo te llamo.
- Ah. JM.
La chica había estado desplegada tres meses en Yibuti, y se la veía contenta de estar de vuelta a casa. Era espigada y morena, de mirada brillante, y se apreciaba  mucho mejor su buena forma física sin el uniforme de campaña. Además  era simpática. Me caía bien.
Fue, en esencia, si no un baño de luz, un reflejo luminoso, lo bastante para cambiar mi humor hacia un nivel un poco más animoso y sociable.
Nos contamos cosas como dos viejos colegas, esos lugares que habíamos conocido, tan duros, donde la vida no tenía valor y en el mejor de los casos se consumía muy rápido.
Pensé que quizás estos momentos, de simple complicidad, de risas, de recuerdos, eran los verdaderos momentos felices de la vida, sin ambiciones exageradas, solo ser, solo estar, aquí y ahora.
- ¿Qué te parece si cambiamos de sitio? ¿O tienes prisa? –sugirió Nuria mirándome sin que atisbará en sus pupilas ni una chispa de malicia.
- Bueno, no sé. ¿Por qué no? Tampoco pasa nada por tomar una copa para celebrar el regreso.
- Pues espera, que voy a ir  al lavabo y nos vamos, ¿vale?
- Vale.


Con el vaso en la mano, que apenas contenía ya hielo fundido y unas gotas de Stolichnaya, me senté en el primer escalón de la escalera que conducía al guardarropa ahora cerrado. En contraste con las luces chillonas que se reflejaban en el interior del Kraken, el fondo de la escalera surgía como la boca de un abismo, con una oscuridad casi sólida… y al mismo tiempo atrayente, como las aguas de un cálido mar nocturno. Me incorporé y descendí un escalón más, luego otro… Abajo una forma parecía materializarse en el mismo tejido de la oscuridad.
De repente, me encontré  mal, una nausea casi me hizo tambalear y mi piel se quedó helada en un instante. Volví a sentarme para recuperarme, hasta que desapareció el malestar. Miré hacia abajo y  noté que  la forma se hacía más densa y casi podían adivinarse el fulgor de unos ojos. Inexplicablemente,  me sentía empujado hacia aquella aparición a pesar de su aura de malignidad. Comencé a levantarme de nuevo cuando, de improviso, una mano se posó con suavidad pero con firmeza sobre mi hombro. Un intenso aroma a violetas inundó el ambiente como si alguien hubiese abierto la puerta de un paisaje sobrenatural y me invitara a seguir ese camino. No necesitaba saber quién era, donde quiera que estuviese me seguía amando con esa clase de amor que no tiene condiciones, ni tiempo, ni dominios.
Su voz resonó desde mi propio interior, como si nunca se hubiera ido, conservada entre los latidos de mi corazón:
- Yo ya no podré volver a estar contigo. Debes regresar con la mujer a la que amas, la que también te ha amado siempre, tu  mariposa de luz.
La sombra del fondo se fue desvaneciendo en los hilos de su noche perpetua. Y los dedos que descansaban en mi hombro desaparecieron también. Una lágrima incontenible se deslizó por mi mejilla.
Oh, Dios.


- Eh, JM. ¿Te pasa algo?
Me puse en pie y subí un par de escalones hasta la sala. Nuria me estaba contemplando con visible inquietud.
- Estás pálido, qué cara tienes, ni que hubieras visto un fantasma.
- Justamente.
- ¿Qué?
- Pues que eso. Que la verdad es que no me encuentro muy bien. Será el cansancio acumulado, el viaje, las copas… quizás deberíamos dejarlo para otra ocasión, ahora creo que es mejor que me vaya a casa.
Nuria guardó silencio durante un par de segundos, pero enseguida reaccionó.
- Claro, lo comprendo, no pasa nada… otro día.
- Sí. Otro día. Hasta pronto, Nuria –me despedí.
- Hasta pronto.
Me di la vuelta hacia la salida con la sensación de que caminaba con una mochila cargada con cincuenta kilos de piedras.
- Mi…
- Me giré de nuevo hacia ella.
- Nada, que ojalá te salga todo bien con lo que buscas. Buena suerte y a tus órdenes.
- Gracias, capitán, a las tuyas.
Buena chica, y lista como un ratón colorado. 


Fuera del Kraken el calor era sofocante y el cielo de Madrid se adivinaba cubierto por la calima.
Anne Sexton escribió:
“Cuídate del amor
(A menos que sea verdadero,
y cada parte de ti diga sí, incluyendo los dedos de los pies)”




lunes, 4 de julio de 2016

TODAS LAS COSAS POSIBLES

Me imagino que antes
éramos como hojas blancas
donde se movían cientos de palabras.
Entraban y salían
como olas en forma de mariposas azules,
como poemas  bañados de luz
o de oscuridad.

Con el velo del anochecer
todo se volvía tranquilo.
Sin viento,
sin los ojos de los demás.
Quería escribir sobre ti
pero no sabía cómo.
No sabía cómo amarte.
Estaba demasiado cerca
 de un lugar en  los recuerdos
donde hay un silencio incurable.

Ahora mis palabras
quedan atrapadas en tu abrazo,
se inundan de tus sueños,
se hacen hilos que prenden
de tu vestido,
de tus pasos.
Llaman a las puertas
que nos separan,
escalan los muros
entre tu boca y la mía.

A veces creo que todo esto ya ha existido
hace muchísimo tiempo,
en otros ciclos de cobre.
Somos sombras de nuestras vidas,
fotografías en blanco y negro
sujetas a las esquinas de los espejos.
Rasguños
de pequeños pájaros en el cielo.

El deseo existe
aún en el vacío,
aún en la extrañeza
de estar el uno sin el otro,
de no saber cuándo se vaciará  la arena
de esta ausencia.