Un día desapareció. Así, pafff. Y luego nada. Permanecí como
un estúpido esperándola ver entrar por las puertas del Kraken. Para nada. Llamé
a una línea que había dejado de existir. Escribí a un correo que nadie contestó.
Y todo esto después de que nos jurásemos infinidad de veces
que éramos el amor de nuestras vidas. De esta vida y de otras muchas pasadas y futuras
si las hubiera.
Pero, claro, no las hay.
Vivimos y un día nos sacude un segundo de lucidez, como un
disparo directo la cabeza, zas, y nos damos cuenta de que la vida en sí no
tiene sentido. Ninguno. Es un puro accidente del que, por desgracia, somos
conscientes. No hay nada antes, no hay nada después. Basura para unirse al
polvo del universo.
Entonces inventamos. Más allá de las religiones a las que
cada uno está en su derecho de adherirse, inventamos cosas más íntimas, más
cercanas. Inventamos, por ejemplo, que amamos y somos amados. Lo cual nos da un
efímero aroma a inmortalidad. Inventamos coincidencias, búsquedas, encuentros,
como si el destino nos rodeara con códigos secretos, exclusivamente escrito
para nosotros, esperando el momento de ser revelados.
Es viernes por la tarde y por tanto un buen momento para dedicar
las palabras huérfanas, a las palabras que nunca llegaron a su fin y andan por
ahí como fantasmas acechando una puerta de luces donde purificarse. Los labios
del cielo.
Buscamos espejos, espejos de lo que deseamos, de lo que nos
duele por su ausencia.
Y soñamos que, alguna vez, hemos amado.