“Toda historia de
fantasmas comienza con una historia de amor”. Stacy Horn. Unbelievable.
I.
De nuevo volvía a padecer las mismas sensaciones que por
regla general anticipaban algún desastre. Parecía que el tejido del mal, la
desolación o el sufrimiento se entremezclaran con la fibra del tiempo -una
clase de tiempo fuera del conocimiento humano-, y anunciaran su llegada como la
oscuridad que precede a la tormenta. A principios del año pasado, había caído
en una de esas crisis, manifestada por apatía e insomnio junto a una clase de
alteraciones en las que se combinan unos sentidos con otros sin explicación. En
Medicina se les llama sinestesias y ocasionan
que, por ejemplo, al leer ciertas palabras perciba olores o que al escuchar un determinado
sonido brote en la boca un sabor singular.
Me había librado de esas sensaciones durante meses, pero de
forma insidiosa habían reaparecido en días recientes, haciendo que me inquietara
sobremanera. Algo, y no bueno, iba a pasar.
Un antepasado mío, en el siglo XIX, militar y aficionado a
escribir narraciones románticas, empezaba así uno de sus relatos, La Dama Blanca: “La buscaba con el
afán devorador de quien persigue desentrañar un misterio…” Cualquiera podría pensar que con tal
antecedente y con la explosión que me agitaba de cuando en cuando en forma de presentimientos, yo sería sin duda un
apasionado creyente de lo sobrenatural. Pero
no era así. Intentaba aplicar la razón, la lógica en cualquier situación fuera
de lo común, aplicando mi formación como médico y militar en otros aspectos de
la vida.
Recuerdo el día en que murió Rachel, atravesada por la
metralla de un explosivo colocado por los insurgentes en Afganistán. Al llegar
la noche, habíamos regresado ya a la base de la OTAN y me hallaba sentado junto
al contenedor frigorífico donde estaba depositado su cuerpo. Todavía llevaba
puesto el uniforme manchado con su sangre, primero intentando en vano
auxiliarla y, poco después, cuando expiró, permaneciendo abrazado a ella hasta
que, ante el riesgo de un nuevo ataque, me separaron por la fuerza. La noche
era fría y en un momento dado hice acopio de fuerzas para ir a ducharme y
cambiarme de ropa. Al levantarme, me sorprendió un resplandor en el cielo y, a
pesar de la claridad que arrojaba la luna llena, observé la estela de fuego de
un meteorito rasgando la noche del desierto por encima de nuestras cabezas.
El pasado mes de diciembre, en la fecha que se cumplía otro
aniversario de la muerte de Rachel, paseaba, sumido en mis recuerdos, por la
orilla del mar después del anochecer. Era una de esas noches de invierno
mediterráneo en la que se diría que nos encontrábamos casi a las puertas del
verano, una noche cálida y con cielos despejados que permitía disfrutar de la
paz y de la visión de las estrellas. En el tiempo que permanecí allí junto al
mar pude disfrutar del espectáculo de un sinfín de estrellas fugaces, como no
había visto en mucho tiempo. En nada de esos fenómenos había un ápice de
sobrenatural: el día en que murió Rachel coincidió con la fecha de mayor
intensidad de las Géminidas, cuando la tierra, año tras año, pasa por una zona
con restos de ciertos asteroides que al entrar en contacto con la atmósfera se
incendian y trazan líneas de fuego en las alturas.
No, no creo que haya nada sobrenatural. Ni puertas al más
allá, ni fantasmas ni espíritus ni extraterrestres. No hay seres visibles o
invisibles que se ocupen de nosotros. Estamos solos en este planeta donde
surgió un tipo de vida consciente que se extinguirá algún día. Ni venimos ni
vamos a ninguna parte, salvo del polvo de estrellas que también nacen y mueren.
A veces, me pierdo en estas reflexiones con mayor hondura,
sobre todo si me veo alterado por las conocidas vibraciones que preceden a
circunstancias funestas.
Aquella mañana fría y luminosa, apenas pasadas las
Navidades, me levanté sin embargo con buen ánimo, sin que existiera, en
apariencia, ningún motivo de preocupación. El leve dolor de cabeza que me acompañaba
desde el amanecer lo atribuía al persistente viento de levante, tan típico de
esta parte de la costa. No hacía demasiado que me había retirado del Ejército y
aprovechaba ahora para vivir junto al mar buscando la tranquilidad que durante
los últimos años me resultó tan esquiva. A pesar del viento húmedo, el sol me
calentaba la piel mientras caminaba por el lado de poniente de Cabo de Palos,
desde donde se apreciaba una vista soberbia del mar golpeando las rocas junto
al faro. Al bordear la Cala del Muerto, el espectáculo de las olas reclamaba mi
atención, mirando solo de pasada los chalets edificados en esa parte, con su
aspecto moderno y cuidado, excepto por una antigua vivienda que, aun sufriendo los
efectos del paso del tiempo y los elementos, mantenía su solidez. La construcción
de la casa se remontaba a principios del siglo XX, por encargo de un próspero
negociante de las minas de la Unión, con el propósito de ser utilizada como
residencia de verano. Este hombre de negocios tenía una única descendiente,
Ginesa, una joven cuyo carácter rebelde y deseos de independencia eran origen
de incesantes enfrentamientos con su padre. Por fin, la hija consiguió permiso
para abandonar el hogar paterno y ocupar la casa de la costa, ganándose la vida
cosiendo redes de pesca y más tarde como curandera, pues, según se contaba, en
una ocasión tratando de ayudar a un pescador que había sufrido un golpe en la
cabeza, descubrió que poseía una gracia,
el don de la sanación. La fama de la
curandera se extendió con prontitud por los alrededores, llegando a Cartagena y
aún más allá, pues lo mismo curaba unos callos endeñaos, las almorranas o una culebrina,
que ejercía como rezadora y solucionaba los males provocados por el mal de ojo.
Nunca cobraba a cambio de sus servicios, aceptando, eso sí, la voluntad, que podía ser en dinero o
en especie. La guerra civil pasó de
puntillas por aquella pequeña localidad y la curandera permaneció allí viviendo
sola año tras año en la misma morada. En la década de los años sesenta,
adentrada ya en la ancianidad, aún proseguía infatigable con su labor, atendiendo
a quienes la consultaban aquejados por distintos males. Era una época en que ni
la sanidad pública incipiente ni las igualas
sanitarias comunes en muchas ciudades llegaban a las poblaciones pequeñas. Un
mañana de invierno, Ginesa no abrió la puerta como tenía por costumbre para
recibir a las personas que aguardaban sus atenciones. Al siguiente día, no
apareció tampoco ni contestó a las llamadas. Se informó a las autoridades
locales y éstas, temiendo algo grave, forzaron la entrada de la vivienda y
accedieron al interior. De este modo, encontraron
a Ginesa colgando de una viga en el almacén. No sé llegó a conocer los motivos
que la llevaron a ahorcarse; se comentaba que en los últimos meses su carácter
se había hecho más huraño, temerosa de algo o alguien que no revelaba, y que
jamás salía una vez anochecido. La historia formaba parte del acervo de crónicas
locales, aderezada con supuestos testimonios de apariciones fantasmales. Fuera
por esas circunstancias o por otras que desconocía, los parientes de Ginesa que
heredaron la propiedad no consiguieron nunca venderla. No obstante, durante mis
paseos meses atrás había reparado en unas furgonetas de empresas de reformas
estacionadas en frente, y se podía apreciar que estaban haciendo algún tipo de
obras por dentro. Unos días antes de las Navidades, concluyeron los trabajos y
desde entonces no se había visto a nadie por allí.
Justo hasta ahora.
II.
Delante de la vivienda se encontraba aparcada una moto, una Suzuki Intruder, negra con los cromados
brillantes como soles. Una figura permanecía junto a la puerta medio agachada,
manipulando la cerradura. ¿Sería un okupa?
No se había visto a ninguno merodeando la casa por lo que yo recordaba.
Quienquiera que fuese, advirtió mi presencia y se dio la vuelta para encararme.
- ¡Hola! ¿Eres de por aquí?
La mujer que me hacía esa pregunta vestía a tono con la Suzuki Intruder: chaqueta corta,
pantalones vaqueros y botas moteras. Las rachas de viento hacían revolotear una
melena de color rubio cobrizo sobre un rostro que de inmediato me resultó
familiar, sin poder precisar si era por haber coincidido antes en otro lugar, o
porque, vaya usted a saber, se trataba de una de esas caras que salen en los
medios o redes sociales. Desde luego, a primera vista se apreciaba que estaba
en buena forma física y desprendía un aire de persona decida e independiente.
-
¡Hola! -respondí-. No soy de aquí, pero, sí,
vivo cerca, en la Manga. ¿Puedo ayudarte en algo?
-
No conozco esta zona y necesito encontrar una
ferretería. He abierto la puerta esta mañana temprano para que los del camión
de mudanzas metieran las cosas dentro pero ahora no cierra bien y tengo que
salir a hacer alguna compra.
-
Esta vivienda lleva, no sé, más de medio siglo
deshabitada, no es raro que la cerradura no funcione.
-
Lo sé. Soy la nueva propietaria -explicó la
mujer-. Han estado reformando la casa, tuberías, cables, pintura, ya sabes,
pero no he querido cambiar la puerta hasta llegar aquí, no me hacía gracia que
los trabajadores anduvieran con las llaves nuevas.
-
Sí, lo entiendo -convine-, pero entonces
necesitarás más que nada un cerrajero.
-
Pondré una buena puerta, por supuesto, pero de
momento con una cerradura corriente me apaño.
-
¿Y vas a ponerla tú?
-
Pues claro. ¡Si hago yo los arreglos y
mantenimiento de mi moto no voy a poner un cerrojo FAC!
-
Perdona, no quería meterme en lo que no me
importa. Te diré cómo encontrar la ferretería, hay una bastante buena a la
salida del pueblo.
-
Gracias. Y, por cierto, ¿cómo te llamas?
-
Me llaman JM
-
Encantada, yo me llamo Kira.
Retomé mi camino, ya de vuelta a mi domicilio, acortando por
el borde de la carretera. A los pocos minutos escuché el sonido de una moto
acercándose por detrás. Al adelantarme, disminuyó algo la velocidad y el
conductor (en realidad, la conductora, ya que se trataba de la mujer que acaba
de conocer) me hizo una señal de despedida con la mano. Como un fogonazo, vino
a mi mente el rostro con el que la había asociado y la razón de por qué me
resultaba familiar. Si me hubiera trasladado a la Florencia del siglo XV en una
máquina del tiempo y me topase con Simonetta Vespucci, hubiese jurado que era
la nueva propietaria de la casa de Ginesa la curandera, eso sí, vestida de
motera. Simonetta fue la musa y modelo de Sandro Botticelli, e incluso continuó
siéndolo después de que la joven falleciera por tuberculosis cuando solo tenía 23 años. Se
cuenta que Botticelli, enamorado sin remedio de Simonetta, le dijo, al pedirle
que fuese modelo para sus pinturas, “Vi renderò immortale” (Te haré inmortal).
Transcurrió poco más de una semana estando ausente por un viaje a Madrid y a mi vuelta recobré mi rutina de caminatas por Cabo de
Palos. Conforme me aproximaba a la vieja casa de Ginesa pude apreciar que su
aspecto exterior había mejorado de forma notable, con su fachada encalada y la
entrada limpia de matojos y basura. Hacía fresco, pero lucía el sol y allí
estaba, con unos pantalones estilo militar y una sudadera, la flamante nueva
propietaria dando una mano de pintura a la cerca. Su rostro volvió a recordarme
al de Simonetta Vespucci, si bien con salpicaduras de pintura blanca y unos
cuantos años más de los que tenía la mujer del Renacimiento cuando falleció.
-
¡Buenos días, Kira! -saludé-. ¿Cómo va todo?
-
Ah, hola…JM, me alegro de volver a verte
-contestó mientras dejaba el pincel en el bote de pintura-. Pues, creo que va
bien. Me han finalizado las obras del interior, han enlucido la fachada y yo
estoy haciendo algunos arreglos más.
-
Fenomenal, ha quedado muy bien. ¿Puedo hacerte
una pregunta si no es indiscreción?
-
Adelante.
-
¿Cómo es que has comprado esta casa?
-
¿Por qué no? Es un chollo. Está en un sitio
estupendo y la vista frente al mar es impresionante. Además, el precio era
increíble. Precisamente estaba buscando una vivienda por esta zona y por
casualidad un amigo que trabaja en un banco me habló de ella, de hecho, la casa
pertenecía al banco. Encargué a una inmobiliaria local que se ocupase de las
gestiones y de las reformas básicas y… ¡aquí estoy!
-
Ya veo. No, lo decía porque como llevaba tanto
tiempo deshabitada…
-
Supongo que te refieres a lo de la historia de
Ginesa la curandera.
-
¿La conoces? La historia, quiero decir.
-
Claro. No me voy a meter en un sitio que llevaba
vacío décadas sin investigarlo. Aunque sólo sea por deformación profesional,
soy periodista.
-
¿Periodista? Es verdad -reflexioné-, me suena tu
nombre, Kira…, Kira Lisi. Corresponsal de guerra, por eso me suena.
-
Vaya, me alegro de que seas uno de mis lectores
-dijo con una amplia sonrisa-. Ya comprenderás que, con esta profesión, con las
cosas que veo, no me impresionan mucho las historias de fantasmas.
-
No creo que no la hayan comprado porque en el
pueblo hablen de fantasmas en la casa, sino porque para la mayoría de la gente
no es plato de gusto irse a vivir donde apareció ahorcada su última dueña.
-
Mira, las personas mueren en todas partes, o las
matan, o se matan. Y no por ello dejan de vivir allí otros, esa es la dura
realidad de la vida.
-
Sí -asentí con la cabeza-, estoy de acuerdo
contigo
-
Este es un sitio perfecto para descansar entre
un trabajo y otro y para pulir mis crónicas, que ya pateo bastante los rincones
perdidos de este mundo.
-
Un sitio perfecto -corroboré-. Sobre todo, si
quieres alejarte de algo o alguien.
-
¿Lo dices por ti? -inquirió, maliciosa.
-
Oh, no. Hablaba por hablar.
-
Vamos, te invito a un café.
-
Acepto. A cambio, otro día quedamos después de
comer y te invito yo a un Asiático.
-
¿Eso qué es, un coctel exótico? -preguntó con
cierta socarronería.
-
Para nada. Es un café típico de Cartagena. Una
pequeña bomba, pero tienes que probarlo.
III.
Dicen que éste es el universo más perfecto posible porque es
el fruto de infinitas casualidades. A veces, pienso que ocurre algo similar con
las relaciones entre los seres humanos. Hay personas con las que te sientes bien
desde el primer momento, cómodo, natural, casi cómplice; otras no suscitan
ninguna emoción en especial, son parte del lado gris de la vida; y, por fin,
otros son tóxicos, gente que hasta cuando están lejos sigue enganchada a ti
para mal.
La casualidad nos había reunido a Kira y a mí en este
pequeño y precioso lugar de la costa, por lo general tranquilo fuera de la
temporada veraniega. Los días se habían sucedido y, ya casi como una costumbre, me
acercaba haciendo ejercicio hasta la antigua casa de Ginesa la curandera y
pasaba un rato, cada vez más largo, conversando con Kira. Volvía a estar a
gusto después de tanto tiempo de vida solitaria con la compañía de una mujer, a
la que veía casi como una camarada, como un espíritu afín, pero por la que iba
sintiendo una atracción cada vez más profunda que no podía ignorar.
Estábamos finalizando el mes de enero y solo faltaba un día
para la luna llena, la primera del año, conocida como la Luna del Lobo. El
tiempo seguía siendo bueno y la previsión era la persistencia de cielos
despejados, así que decidí invitar a Kira a mi casa en La Manga y disfrutar
desde allí de la salida de la luna llena en el mar.
-
Bienvenida a mi refugio -dije abriendo la puerta
e invitando a Kira a entrar en mi piso.
-
Bueno, bueno, me siento como una intrusa
irrumpiendo en tu santuario -dijo ella con fingida timidez.
-
No te quedes conmigo, solo es un pequeño
apartamento, pero donde guardo muchos recuerdos, materiales -hice un gesto
moviendo los dedos en el aire- e inmateriales.
-
¿Puedo cotillear? -dijo dirigiéndose a una
estantería que había captado su atención.
-
Estás en tu casa.
-
Mira qué interesante -musitó para sí misma-,
libros antiguos, hoy que casi nadie compra.
-
Es que esos no los he comprado yo, son
heredados, un recuerdo más que otra cosa.
-
¡Anda!, La
cena de las cenizas, de Giordano Bruno. Un libro curioso.
-
Sí, pero por éste y por otros libros curiosos
donde Giordano Bruno postulaba que existían otros mundos y otros seres en el
Universo, además de la Tierra, le condenaron a morir en la hoguera.
-
Cierto -dijo, sorprendida por mi comentario-: en
el año 1600, en el Campo de' Fiori, en Roma. No me dabas la impresión -agregó-
de ser una persona interesada en los escritos antiguos.
-
No demasiado. Solo lo he ojeado. Y tú tampoco me
dabas la impresión de ser una entendida en historia.
-
Eso es porque aún no nos conocemos bien -replicó
guiñándome un ojo-. Verás, mi madre es española pero mi padre es italiano y es
historiador. Yo me decanté por estudiar periodismo, pero mi padre me inculcó la
afición por la historia.
-
¿Eres española o italiana?
-
Nací y me eduqué en Roma, pero hace ya muchísimos
años que vivo en España.
-
Ahora comprendo lo de tu apellido. Pero el
nombre no me suena muy italiano.
-
No, eso fue cosa de mi padre, que se empeñó en
llamarme así. Como te he dicho, era historiador, especializado en
civilizaciones antiguas, sobre todo en Persia, que le fascinaba. Kira es el
femenino de Ciro, y viene de una palabra persa que significa clarividente.
-
Vaya, eres un cajón de sorpresas.
-
No creas, de clarividente tengo poco, si no, me
hubiera ido mejor en la vida.
-
He oído que los clarividentes no pueden predecir
su propia vida.
-
Es solo un nombre. Acaba de enseñarme la casa y
vamos a la terraza, la luna no tardará en salir.
-
Si es que hay poco que enseñar, por ahí el
dormitorio, la cocina, un baño y una habitación que no uso donde almaceno bártulos
y algunos recuerdos. Tampoco necesito más.
-
Vamos afuera entonces.
-
Espera un momento. -requerí.
Me acerqué al equipo de música y pulsando el botón de play del potente reproductor Pioneer empezó a sonar una canción.
-
Qué bonita, me suena, ¿es Sting?
-
No -respondí, con una sonrisa-, es “Ticket to
the Moon” de la Electric Light Orchestra. En honor a ti.
La música de fondo nos llegaba hasta la terraza mientras
mirábamos la oscuridad brillante que desprendían las olas. A intervalos cortos,
nos alcanzaban los destellos del faro de Cabo de Palos. La noche hacía también
que el aire oliese diferente, que percibiese el olor del mar y de la arena
humedecida con una sensibilidad de la que carecía durante el día. De pronto, la
luna emergió en el horizonte del mar, roja al principio y luego adquiriendo una
intensa palidez que proyectó sobre las aguas como una estela de plata hacia
donde nos encontrábamos. La luz de la luna llena se reflejaba también en el
rostro de Kira, transformándola a mis ojos y en mi corazón en una criatura celestial.
-
Es muy hermosa -comentó Kira, sacándome de mi
arrobamiento.
-
Como tú -acerté a expresar.
Kira se volvió hacia mí y tomándome de la mano me condujo
otra vez al interior.
-
Pon otra vez esa canción -me pidió.
Obedecí, sin soltar su mano, y mientras comenzaba a escuchar
la letra de la canción (“Recuerda…cuando las cosas no eran tan complicadas”),
la rodeé con mis brazos despacio, con suavidad, y la besé al tiempo que la
estrechaba con más fuerza. Hay momentos que pertenecen sólo a uno, pase lo que
pase permanecen en un perpetuo presente en la memoria, sin que ningún otro
hecho pueda apagarlos. El contacto con sus labios me provocó un hormigueo eléctrico
que recorrió toda la superficie de mi cuerpo, comencé a notar pulsaciones en
los oídos y, aún con los ojos cerrados, pude ver como una neblina
resplandeciente se apoderaba de la habitación. Aquello, más allá de una
placentera turbación, era una sinestesia en
toda regla. Me estremecí, y no solo por el beso de Kira sino porque sabía que
mis sinestesias eran la antesala de
algún incidente.
Separé mis labios de los de Kira y permanecí abrazado a
ella.
-
¿Ocurre algo? -preguntó con extrañeza.
-
No, no pasa nada.
-
Sí que ocurre algo -señaló.
-
No te preocupes, estoy bien -aclaré.
-
No lo digo por eso. Lo digo porque la puerta de
esa habitación que tenías cerrada se está abriendo.
-
¿Cómo? -exclamé dándome la vuelta, mirando a la
habitación y comprobando que, en efecto, la puerta se había abierto.
-
¿Es que hay alguien dentro que no me has dicho?
-
¡Claro que no! Se habrá abierto por el viento,
por alguna corriente.
-
No sé, estaba convencida de que había alguien
dentro -susurró Kira con aprensión-. ¿Qué escondes ahí?
-
¿Qué voy a esconder? Nada. Ven, echemos un
vistazo para que te convenzas.
Me acerqué a la habitación, abrí del todo la puerta y presioné
el interruptor. Unos focos de techo iluminaron con luz amarillenta la estancia.
No había muebles, solo maletas y arcones dispuestos junto a las paredes. La
ventana estaba cerrada y la persiana echada hasta abajo. Tampoco se veía ningún
adorno, excepto un pequeño cuadro con el retrato de una mujer.
-
Ves como no hay nadie -dije-.
-
Pues entonces no sé cómo se habrá abierto por el
viento, la ventana está bien cerrada.
-
Créeme, en estas casas de la playa siempre hay
corrientes, aunque parezca que está todo cerrado, circula el aire hasta por los
enchufes. Ya lo comprobarás.
-
Si tú lo dices, pero juraría que…, en fin, no
importa.
-
Ya lo ves, aquí solo hay maletas con ropas y
equipos que ya no uso y algunas herramientas.
-
¿Y ese retrato? Los claro-oscuros son muy buenos
y los ojos son muy expresivos.
-
Es de…, éramos…
-
No hace falta que me des explicaciones, solo era
un comentario.
-
Lo pintó una artista afgana en Herat. Una
pintora excelente, pero con la llegada de los talibanes tuvo que huir a Irán.
Regresó para trabajar con nosotros de intérprete. Fue un regalo que le hizo a Rachel,
una oficial médico canadiense que la tomó bajo su protección. Rachel era mi
compañera en la base.
No añadí nada más. Con anterioridad, había revelado muy por
encima a Kira la profesión a la que había dedicado mi vida y los lugares a los
que había sido destinado en los pasados años. Por su parte, ella pareció optar
por un prudente silencio sobre cuestiones que con toda probabilidad intuía que
para mí eran heridas aún sin cicatrizar.
Volvimos a la terraza, pero, de forma imprevista, la noche
se había estropeado. Se estaba nublando y una espesa neblina, lo que en estas
tierras llamaban boria, avanzaba
serpenteando hacia la orilla.
-
Creo que esta noche ya hemos visto el
espectáculo de la luna llena -comentó Kira con fastidio.
-
Adiós a la luna del Lobo -secundé.
-
¿Por qué se llama luna del Lobo? -inquirió
-
No sé. Cada luna llena tiene un nombre. Supongo
que se los pusieron hace mucho tiempo, en este caso, en alguna época en que
abundaban los lobos, sobre todo en las zonas más frías.
-
No por aquí, desde luego.
-
Desde luego.
De nuevo caímos en una atmósfera de silencio. No cabía duda
de que toda la magia que había surgido bajo la luz de la luna en la terraza se
había evaporado.
-
¿Qué tal van los arreglos en tu casa? -pregunté
para romper el hielo-. ¿Has terminado ya de organizarlo todo?
-
Sí, por lo menos tiene todo lo necesario y está
bastante confortable. Ahora me entretengo haciendo un poco de bricolaje -dijo animándose
un poco-. Hay algunos muebles antiguos que se pueden recuperar, los he
trasladado al almacén y estoy empezando a restaurarlos, me encanta trastear con
las antigüedades. En la ferretería que me recomendaste he encontrado los útiles
que necesito y los barnices y disolventes los he pedido por internet.
-
Me alegro. Ya me di cuenta de que eres muy mañosa,
pero reparar esos muebles requiere tiempo y paciencia.
-
Paciencia tengo según para qué y de tiempo
dispongo en este momento, hasta que vaya a cubrir otro reportaje. Además, tengo
un montón de vacaciones atrasadas.
-
A mí me sucedía lo mismo cuando estaba en
activo. Es lo que pasa cuando no tienes a nadie esperándote en casa -aventuré-.
Bueno, al menos en mi caso, cada uno tiene sus circunstancias particulares, no
sé, aquí por ejemplo viven muchas personas solas que está separadas, dicen que
cada vez se divorcia más la gente.
-
JM, si quieres saber algo personal,
pregúntamelo, que ya te contestaré… o no -dijo adoptando un gesto adusto.
-
Perdona, no quería indagar en tu vida privada
-me disculpé-, era solo un comentario que ha salido a colación.
-
Vale, no hay problema. -prosiguió, dulcificando
su mirada- Por si te interesa saberlo, no he estado casada, pero sí he estado
viviendo con mi pareja hasta hace un par de meses en que nos separamos. De
hecho, fui yo la que lo dejé. Él es un buen tipo, un abogado con un importante despacho
profesional en Madrid…pero, muy rutinario, aburrido para mi forma de ser,
quizás para otra persona que buscase estabilidad y una vida hogareña sería fantástico.
Terminé por sentirme asfixiada, si entiendes lo que quiero decir.
-
Te entiendo a la perfección -corroboré.
Kira me miró a los
ojos, llevó su mano hasta mi rostro deslizando sus dedos por mi mejilla, luego
descendió hasta mi hombro y apretó con fuerza.
-
Ay, JM -suspiró-. Me gustas, pero no he venido
hasta aquí desde Madrid en pleno invierno para liarme con otra relación
sentimental. Además, es mejor que me marche ya, la niebla va en aumento y lo
mismo acabo con la moto en el agua.
-
No, espera. Te llevo yo en mi coche.
-
No, en serio, gracias. Todavía se puede conducir
bien yendo despacio.
-
No sé qué decir -titubeé-. Siento que no te
hayas sentido a gusto.
-
No seas tonto, me he sentido bien, muy bien,
pero es mejor que dejemos estoy así por ahora.
-
Como tú quieras, Kira. Tienes mi móvil, llámame
si necesitas cualquier cosa.
-
Por supuesto. Nos vemos -se despidió, a la vez
que rozaba mis labios con los suyos -. Ah, sólo una cosa más que quiero
decirte: por supuesto que no soy clarividente,
pero mi instinto rara vez me ha fallado estos años en circunstancias peligrosas
y te digo que aquí hay algo extraño. No sé si entre estas paredes o pegado a ti
como una sombra, pero esa niebla de ahí fuera la tienes tú ahí dentro
-concluyó, poniendo un dedo sobre mi pecho.
Me resultaba del todo incongruente que Kira hablase de
atmósferas extrañas en mi apartamento, que no tenía nada de particular, y
viviera, tan campante, en una casa donde se había ahorcado su anterior moradora
y que era fuente de habladurías sobre apariciones. Sin embargo, si una cosa
había aprendido a no subestimar durante mis misiones en Iraq, Afganistán, y
sitios por el estilo, era el instinto de un corresponsal de guerra.
IV.
Después de una semana sin saber nada de Kira,
decidí hacer una llamada, tan solo desde el inocente punto de vista de quien se
preocupa por bienestar de una amiga, pese a que en mi fuero interno sabía que
no era cierto y que los sentimientos que habían brotado la noche de la luna del
Lobo continuaban en ebullición.
Hice un par de llamadas que no obtuvieron respuesta y,
pasado un buen rato, hice otro intento. Estaba a punto de desistir,
reprochándome la insistencia, quizás inoportuna, cuando Kira cogió el teléfono.
Su voz sonó apagada y lenta, como la de quien acabara de salir de un sueño
profundo.
-
Hola JM.
-
Hola, Kira, ¿no te habré despertado?
-
No, qué va, es que estoy un poco pachucha.
-
¿Qué te pasa?
-
Me duele la cabeza, estoy muy cansada y con el
estómago revuelto. Yo creo que he pillado un virus, todo lo que no cojo yendo
al culo del mundo, vengo aquí y ¡hala!
-
¿Tienes fiebre?
-
No, me he puesto el termómetro y la temperatura es normal.
-
Bien, de todas formas, ¿quieres que vaya a
verte?
-
No, no te preocupes, será un resfriado, se me
pasará enseguida.
-
De acuerdo. ¿Estás tomándote algo?
-
Lo peor es el dolor de cabeza, estoy tomando
oxicodona.
-
¿Oxicodona? Eso necesita receta de estupefacientes,
¿de dónde lo has sacado?
-
Me lo dieron unos colegas, unos periodistas
estadounidenses con los que coincidí en el Líbano. Ellos lo tomaban también
cuando les dolía la cabeza.
-
Eso es un poco fuerte, mejor toma paracetamol.
-
Vale…
-
Esta bien, no quiero cansarte, pero si no
mejoras o te notas fiebre, me llamas, ¿de acuerdo?
-
De acuerdo. Ciao, un beso.
-
Un beso.
Al despertarme, me cercioré de que no tenía mensajes de Kira
en el móvil y, hacia el mediodía, me acerqué a su casa para ver cómo había
pasado la noche. De nuevo, hacía buen tiempo, pero ella no estaba en el
exterior. Llamé a la puerta, confiando en que se hubiera mejorado, y tras unos
minutos abrió.
Su rostro estaba más pálido que de costumbre, las facciones
demacradas denotaban cansancio, y los ojos se hallaban enrojecidos.
-
¡Dios mío! -exclamé- ¿Te has puesto el
termómetro?
-
Hola, JM. Que no, que no tengo fiebre. Ni una décima. Estoy igual, supongo que esto
sigue su curso. Pasa si quieres, pero a ver si te voy a contagiar.
-
Gracias. Solo estaré un momento.
En el interior de la vivienda hacía bastante calor, quizás
por eso Kira solo llevaba puesto una camiseta color caqui, con la palabra PRESS
estampada, que le llegaba por encima de las rodillas.
Me senté en una coqueta butaca roja y ella se dejó caer en
un sofá frente a mí, repantingándose con indolencia. La camiseta que vestía
quedó recogida hasta la parte superior de los muslos, permitiéndome por un
momento atisbar unas braguitas oscuras. Kira no pareció percatarse de la
circunstancia o, tal vez, le resultaba indiferente, pero yo no pude reprimir una
punzada de deseo.
-
¿No tienes la temperatura muy alta aquí
dentro? - pregunté, aflojándome el
cuello de la camisa.
-
Yo no tengo calor, pero si quieres la bajo.
-
No, no, ponla como tú te encuentres más cómoda. ¿Tienes
calefacción eléctrica o de gas?
-
Eléctrica. Aquí no hay acceso a la red de gas
natural y no me gusta el butano. ¿Por qué lo preguntas?
-
Por nada, por curiosidad.
-
Preguntas más que un periodista -dijo, con una
débil sonrisa.
-
No creas, por lo general no soy nada cotilla,
sólo quería asegurarme de que todo iba bien. Si no tienes fiebre, quizás no te
venga mal salir un poco afuera, sin coger frío, pero, no sé, tomar un ratito el
sol. Hace buen tiempo y estarás aburrida de la encerrona.
-
Qué va. Me entretengo mucho restaurando los
muebles viejos que están en el almacén, gracias a eso no sé me hacen las horas
eternas, encima que no pego ojo.
-
¿Tampoco duermes bien?
-
Fatal. Cuando me quedo dormida tengo unas
pesadillas rarísimas, sueño con la antigua dueña, con Ginesa la curandera, la
veo colgando de una viga y de repente abre los ojos y empieza a gritar, qué
espanto. A veces, cuando estoy
dormitando, creo escuchar pasos en el almacén. Seguramente, como estoy medio
atontada con este virus me sugestiono con las historias de esta casa.
-
Seguramente, pero si sigues así te puedo
acompañar al centro de salud y que te hagan algunos análisis.
-
No es
para tanto, verás como mañana o pasado estoy bien, soy una chica dura.
V.
Por la mañana, me desplacé a la ciudad y, caída ya la
tarde, cuando estaba entrando en mi apartamento me sonó el móvil. El corazón me
latió más deprisa al ver que era Kira quien llamaba.
-
¡Hola! -saludé-. ¿Cómo te encuentras?
-
Mejor. Ayer te hice caso y me di un paseíto
corto y esta mañana otro y creo que me han sentado bien. Ya no me duele tanto
la cabeza.
-
¿Has tenido más pesadillas esta noche?
-
He descansado mejor, pero sigo oyendo pasos en
el almacén. Entro y no hay nadie. Cuando estoy trabajando allí con los muebles
a veces también oigo una voz llamándome por mi nombre. Ya no sé qué pensar, ¿me
estaré volviendo loca?
-
¿Has seguido tomando la oxicodona?
-
Desde que me dijiste eso, que eran tan fuertes,
no. Estoy tomando paracetamol.
-
Es preferible. Los opiáceos como la oxicodona
pueden jugar malas pasadas.
-
¿Entonces tú crees que es por las pastillas?
-
Es una posibilidad, se pueden producir reacciones
adversas como esas en ciertos casos, llegando a provocar alucinaciones. En todo
caso, si has dejado de tomarlas desaparecerán rápido.
-
Eso espero.
-
¿Qué vas a hacer ahora? ¿Quieres que me acerque
y te acompañe a dar una vuelta?
-
Ahora, no. Estoy enganchada intentando dejar
como un primor una mesa buró que estaba en un rincón del almacén, es un mueble
precioso, con su persiana y sus cajoncitos, lástima que esté tan deteriorada.
-
Vale, pero no estés todo el tiempo encerrada en
ese cuarto con los trastos viejos.
-
¡Oye, que no son trastos! Cada uno tiene sus hobbies, ¿no?
-
De acuerdo. Llámame para que sepa cómo sigues.
-
Muy bien doctor, como usted mande -dijo con
retintín- Ciao. Un beso.
-
Ciao.
Esa noche regresó la niebla. A medianoche, salí a la
terraza, como acostumbraba antes de acostarme, a mirar las estrellas, pero todo
el cielo se halla cubierto por una gasa húmeda que se iba espesando cada vez
más. A duras penas se distinguía la luna, velada por retazos de nubes oscuras
que le conferían una apariencia siniestra. La temperatura había descendido con
brusquedad, un ligero escalofrío me recorrió la espalda y opté por volver a
buscar abrigo en el interior de la casa. Pensé en Kira con preocupación. Tenía la
vaga corazonada de que algo malo podía estar sucediendo, pero solo era eso, una
percepción sin fundamento. Miré el reloj y comprobé que no era hora para hacer
una llamada que solo lograría causarla más inquietud.
No tenía sueño, así que me dispuse a escuchar música y leer
un rato.
- "OK,
Google -ordené al altavoz inteligente-, pon música Deep House en Spotify".
Lo que sonó no tenía nada que ver con el estilo musical que
había pedido, pero reconocí enseguida la canción, Bad Moon Rising, un viejo y famoso éxito, que no hizo sino aumentar
mi intranquilidad:
“Veo la mala luna elevarse
Veo problemas en el camino…
… Así que no salgas esta noche”
Volví a dirigirme al altavoz para que cesara la música y me
fui a la cama a reemprender mi lectura con el único sonido de las olas. En
contra de lo que esperaba, noté que me pesaban los párpados, dejé el libro
electrónico encima de la mesilla, y me dormí en el acto. Desperté en mitad de
la noche agitado, con las imágenes nítidas en mi cabeza de la pesadilla que
acababa de sufrir: estaba en la vivienda de Kira, y de unos de los muebles, se
desprendía una especie de vapor grisáceo que de inmediato adoptaba la forma de
una sombra ominosa y acababa por esbozar los rasgos de una anciana, los rasgos de
Ginesa la curandera. Me levanté a beber un vaso de agua y volví a acostarme. Al
poco, sentí un cosquilleo en la frente, como una pluma que acariciase mi piel. No me asaltó ninguna desazón -de hecho, no era la primera vez que lo
experimentaba-, sino que, por el contrario, me invadió una oleada de paz y me
quedé dormido.
A la mañana siguiente, aparqué cerca del faro y recorrí el
sendero bordeando el acantilado que conducía a casa de Kira. Había hecho
infinidad de veces ese camino que me ayudaba a relajarme mientras me recreaba
con la vista del Mediterráneo, pero en esta ocasión era presa de una ansiedad
incontenible. Sabía o, mejor dicho, intuía, que algo terrible iba a suceder.
Tuve que llamar a la puerta durante bastante rato antes de
que me abriera la puerta. El aspecto de
Kira era desaliñado, el pelo revuelto, los ojos entreabiertos y un aire
ausente.
-
¿Qué quieres? -me interpeló sin pizca de cortesía.
-
Nada, tranquila -respondí tratando de controlar
mi voz para que sonara calmada-. Solo venía a ver cómo sigues y si necesitas
algo.
Me miró despacio, como quien evalúa a un desconocido, y
durante esos segundos pude apreciar que sus pupilas estaban más dilatadas de lo
que sería normal.
-
Entra -dijo al fin.
La Kira ante la que me encontraba era una débil copia de la
que había concido aquella mañana recién llegada, sonriente y vital, junto a su
moto.
-
¿Estás bien?
-
¿Qué día es hoy?
-
Miércoles.
-
Miércoles -repitió.
-
Kira, te preguntaba si estabas bien.
-
Pues, igual, igual. Pero aquí están pasando
cosas extrañas. Yo creo que las has removido tú, porque la otra noche en tu
casa sucedía algo que no era normal.
-
¡Qué! -exclamé, dando un respingo- ¿Cómo puedes
decir eso? ¿No te das cuenta de que es absurdo? -añadí, temiendo que su
comportamiento fuera originado por el consumo de algún estupefaciente o que se
tratara del inicio de un brote psicótico.
Kira no respondió y se limitó a permanecer de pie delante de
mí.
-
Vamos, ¿por qué no nos sentamos? -dije en tono
conciliador- y me cuentas lo que sucede.
Por un momento pensé que me iba a pedir que me marchara de su
casa, pero, de improviso, sus facciones hoscas se distendieron y una lágrima descendió
por su rostro. Dio un paso vacilante
hacia mi y la recogí entre mis brazos. Al sentir el calor de su cuerpo me
inundó una inmensa ternura. Era una
mujer fuerte, acostumbrada a ver lo peor que es capaz de cometer el ser humano,
pero a quien yo estaba abrazando en ese momento era a una criatura desconcertada
que necesitaba ayuda. Fue serenándose despacio, hasta que accedió a sentarse,
al tiempo que me invitaba con un gesto a hacer lo mismo.
-
Anoche…, anoche -arrancó por fin a explicar -
estaba en el almacén restaurando los muebles cuando percibí que alguien estaba
detrás de mí, con la mirada clavada en mi espalda y su aliento alcanzándome como
una ráfaga de viento helado.
-
Perdona, ¿habías tomado algún calmante, quizás
alguna pastilla para dormir?
-
No, nada, nada, solo he tomado lo que tú me
dijiste.
-
Sigue, por favor.
-
Intenté averiguar si esa presencia era real o
fruto de mi imaginación, pero al tratar de retirar la silla del mueble para
levantarme, me fue imposible. Por más esfuerzos que hacía, no lograba mover la
silla. Giré la cabeza a un lado y otro, mirando de reojo, y no conseguí ver
nada. No sé, estaría unos minutos así y de golpe pude empujar la silla hacia atrás,
ponerme de pie y mirar. Entonces la vi.
-
¿A quién viste?
-
A nadie, lo que vi fue una soga colgando de una
viga. Parecía que estaba ahí preparada para mí, invitándome a que rodeara mi
cuello con la cuerda y me quitase la vida. Me dije a mi misma que no podía ser
y me acerqué para comprobar si era real. Justo en ese momento, comenzó a
balancearse del mismo modo que lo haría un cuerpo colgando y desapareció.
-
¿Desapareció?
Kira respondió afirmando con la cabeza.
-
Y entonces, qué hiciste -seguí preguntando.
-
Estaba paralizada, quise gritar, no sé si de
miedo o de rabia, pero no era capaz de emitir ningún sonido. Conseguí moverme y
dando tumbos como una borracha llegué hasta la puerta que comunica con el resto
de la casa. Vi que estaba cerrada y por un segundo pensé que no se podría abrir y me
quedaría allí atrapada, pero, antes de tocarla, se abrió sola, despacio, como
empujada por una mano desde el otro lado, lo mismo que pasó en tu casa.
-
Sería también una corriente de aire, eso no
tiene importancia. Supongo que saldrías de allí.
-
Claro, vine hasta aquí y me tumbé en este
sofá. Pronto estuve mejor, hasta me quedé adormilada, pero empecé a notar una
opresión en el pecho y a faltarme el aire, como si estuvieran queriendo
sofocarme con un objeto muy pesado. El corazón me latía como una locomotora,
pero reuní fuerzas para incorporarme y escapar al exterior. El frio y la
humedad de la niebla que envolvía todo anoche lograron despejarme, fui
recuperando mi respiración y el ritmo de mis pulsaciones bajó
-
¿Por qué no me llamaste?
-
¿Para qué? ¿Para decirte que estaba teniendo poltergeist en mi casa? ¿Qué clase de
corresponsal de guerra pensarías que era? Además, hay otra cosa que me
preocupa. No creo en manifestaciones paranormales, pero jamás me había pasado
nada semejante, y te juro que he visto de todo. Creo que, desde la otra noche,
cuando fui a tu apartamento, algo ha cambiado. No paran de ocurrirme estas cosas.
¡Que también es casualidad!
-
Y dale, estás obsesionada. Tiene que haber una
explicación, no busques culpables donde no los hay, sea mi casa, sea yo o sea
la historia de la curandera. Lo que me preocupa es que no estás bien y
deberíamos ir a Urgencias para que te hagan unas pruebas.
-
No, déjame, por favor, solo necesito dormir un
poco y después decidiré lo que hacer.
-
¿Pero, estás bien?
-
¡Que sí! Me daré un buen baño y me iré a la
cama. Tengo que pensar, pero cuando esté con la cabeza más despejada.
-
La verdad es que tienes mejor cara desde que he
llegado. Tienes que salir, relacionarte, no te conviene estar tanto tiempo
encerrada entre las paredes de ese almacén. Si mañana no te has recuperado,
prométeme que me acompañarás al Centro de Salud.
-
Está bien.
Kira se levantó del sofá, dio
unos pasos y perdió el equilibrio sin llegar a caerse.
-
¡Espera! -exclamé- Voy a ayudarte.
-
Estoy bien -rechazó-, no es nada, solo he dado un
traspiés. De todas formas… -añadió mirándome despacio-, si quieres echarme una
mano para llegar hasta el baño…
-
Por supuesto -accedí, acercándome y levantándola
con mis brazos.
-
¡Hey,
así da gusto! ¡Como una reina!
-
Me alegro de que recuperes el humor, es un buen
síntoma. ¿Por dónde se va al baño?
Cuando entramos en el cuarto de
baño tuve claro de un vistazo que durante la reforma no había escatimado en ese
espacio. El tamaño era como el de un dormitorio de matrimonio y destacaba un espejo
enorme con luces led y una bañera de hidromasaje de generosas dimensiones. Dejé
a Kira sentada en el borde del jacuzzi, le quité las zapatillas y me di la
vuelta hacia la puerta para que se desvistiera
-
¿Necesitas que te eche una mano en algo más?
-pregunte antes de salir del cuarto de baño.
-
Ayúdame a quitarme los pantalones vaqueros, anda.
-
Vale -dije con cierto nerviosismo-. Uff, están
apretados.
-
Tira, hombre.
-
Ya está. Bueno, espero ahí fuera, si quieres
algo me llamas.
-
Pon un poco de música.
Encontré encima de una mesa el mando del equipo de música y
presioné el botón de encendido. Una música discotequera retumbó en las paredes.
“Óyeme mulata, no te muevas tanto”
-
Vaya, marcha -dije casi gritando-. Con esto si
que vas a ahuyentar a cualquier espíritu.
-
Pues eso, pues eso -respondió desde dentro.
Bajé el volumen de sonido y al cabo de unos segundos pude
escuchar el rumor del agua corriendo y un ligero chapoteo.
-
¿Todo bien? -pregunté, elevando la voz.
-
Sí, bien… Espera.
-
¿Qué?
-
Aquí pasa algo raro.
-
¿Qué sucede? - inquirí preocupado.
-
Algo raro, no sé, ven.
Crucé la puerta como una flecha y
me acerqué a la bañera. Kira estaba cubierta de espuma en el baño y no daba
muestras de preocupación.
-
¿Qué ocurre, Kira?
-
Algo raro.
-
¿Dónde? Yo no veo nada.
-
Por aquí -dijo, señalándose a sí misma.
Me aproximé más para examinar donde me indicaba, casi
tocando la espuma, y de repente Kira sacó las manos del agua, me agarró por la
camisa y me atrajo hacia sí.
-
Tú sí que eres un bicho raro -susurró a mi
oído-. ¿Te apetece hacerme compañía en el baño?
-
Madre mía, ya no tengo edad para tantas
sorpresas -farfullé, mientras me quitaba la ropa a toda prisa.
VI.
Regresé a mi apartamento a media tarde. Hubiera ansiado no
separarme de ella, pero juzgué que lo prudente era dejarla descansar para que pudiera
restablecerse. Antes de despedirnos, le aconsejé que se acostara temprano y
que, bajo ningún concepto, volviera a entrar en el maldito almacén. Desde la
terraza podía ver como el mar acumulaba cada vez más borreguillos. El viento de levante había saltado y arrastraba la
humedad y el salitre. Todavía sentía en mi piel las manos y los labios de Kira,
cómo nos habíamos sumido en una incontenible marea de pasión, desesperación y
consuelo. Allí, detrás de aquel faro que divisaba al final de las playas,
estaba ella. Deseaba con toda mi alma que recobrase sus fuerzas cuanto
antes y que las malas vivencias que estaba sufriendo quedasen atrás cuanto
antes.
Al día siguiente, cuando calculé que era
una hora prudente, llamé para saber si estaba despierta y acercarme a verla. Incluso fantaseaba con la idea de proponer un viaje juntos, sin ningún lugar concreto,
cambiando de destino según nos guiasen nuestros impulsos.
Mi confianza se fue desvaneciendo cuando tras tres o cuatro
llamadas telefónicas no obtuve respuesta. A toda prisa, cogí las llaves del
coche y me dirigí al garaje.
Aparqué todo lo cerca que pude de la casa de Kira y subí
corriendo el tramo que restaba por el estrecho sendero junto al acantilado.
La moto estaba aparcada junto a la entrada y la puerta
cerrada. Hice sonar el timbre con insistencia sin resultado, golpeé con los
nudillos y grité su nombre, pero seguía sin haber señales de vida. Di la vuelta
hacia el patio, salté un muro que no era muy alto y descubrí otra puerta. Por
fortuna, no estaba cerrada y pude acceder al interior. Avancé hasta el salón
mientras la llamaba. Todo parecía estar en orden, pero sin rastro de Kira. Iba
a dirigirme hacia el dormitorio cuando me asaltó un mal presentimiento: al
fondo de la estancia había una puerta de madera oscura que debía de comunicar
con el almacén. Me lancé hacia allí, giré el pomo con violencia y entré dando
un golpe.La habitación era amplia,
pero sin ventanas a la vista y estaba mal ventilada. Una lámpara de pie junto a
una mesa rústica proporcionaba la única iluminación. Conforme mis ojos se adaptaban a la penumbra distinguí también una silla de
oficina moderna y un par de botes de pintura volcados en el suelo. Unos pasos
más adelante, el corazón me dio un vuelco al descubrir una figura tendida en el
suelo. Era Kira. Y no se movía en absoluto.
Me situé a su lado y la llamé sin que reaccionara, comprobé
que tenía respiración, así como pulso, que palpé débil. Volví a llamarla mientras
la sacudía por los hombros y esta vez sí obtuve respuesta, primero un balbuceo
y luego algunas palabras en italiano que no entendí. Un poco más calmado, tras poner
a Kira en posición de seguridad, saqué el teléfono de mi bolsillo y contacté
con el 112. Me esforcé por describir de forma sucinta la gravedad del estado y a
facilitar la localización de la vivienda.
-
Subiendo por el camino del faro -orienté al
operador-, la desviación hacia la cala del Muerto, donde hay unos almendros con
los troncos retorcidos y unos viejos carteles indicadores.
-
Perdone, ¿me ha dicho unos almendros con qué?
-
Mire, mejor díganle al conductor de la
ambulancia que es en la casa de Ginesa la curandera. Aquí todo el mundo sabe dónde
está.
Cuando me disponía a cargar con Kira para salir del almacén
pisé algo pegajoso, el contenido de uno de los dos botes caídos en el suelo.
Iluminé con el móvil la información escrita en el envase y vi que se trataba
de barniz. Examiné también el otro recipiente y al reparar en el nombre de un
compuesto se dispararon todas mis alarmas: cloruro de metileno.
Hasta dónde yo recordaba, el cloruro de metileno era una
sustancia empleada como decapante, es decir, que servía para eliminar pinturas
o barnices. En la actualidad casi todos los productos empleados para esos
fines, muy comunes en labores de restauración, no contenían cloruro de metileno
debido a su potencial riesgo de toxicidad; pero, con toda probabilidad, se podía obtener por internet (el precio era bajo
y como decapante actuaba con mucha eficacia). Lo malo es que, como sucedía con
el bote que ahora examinaba, en el etiquetado no había referencias lo bastante
explícitas sobre el peligro que podía conllevar su utilización. Si se empleaba
en un espacio cerrado y sin la protección de mascarillas adecuadas, la
sustancia inhalada pasaba con rapidez a la sangre y en el hígado se
transformaba en monóxido de carbono. En definitiva, se comportaba del mismo
modo que si se estuviera en un lugar sin ventilación con una estufa o
calentador que, por una combustión deficiente, produjera gases de monóxido de
carbono.
Sin desperdiciar ni un segundo más, levanté a Kira del suelo
tomándola en brazos y conseguí alcanzar el exterior de la vivienda. Una vez
fuera, intenté hacerla comprender que luchara para mantenerse despierta y que
respirase profundo el aire puro. La coloqué sobre la hierba que crecía en la
entrada, me despojé de la cazadora que vestía para cubrirla lo mejor posible y
me senté dejando reposar su cabeza en mi regazo mientras esperaba la llegada de
la ambulancia.
Repasando los acontecimientos de los días pasados y los
síntomas que había presentado Kira, comprendí que todo encajaba a la perfección
con un envenenamiento por monóxido de carbono, en este caso debido a la
inhalación del decapante. Lo que había comenzado como una gripe, con dolor de
cabeza, malestar de estómago y cansancio intenso, progresó con pesadillas
vívidas, episodios alucinatorios y percepción de presencias inexistentes. La
opresión en el pecho estando dormida, la falta de aire y la desorientación eran
consecuencia de una precaria oxigenación del corazón y del cerebro. La última
fase conducía a un estado de letargo, al coma y a la muerte.
El estado de Kira era grave, pero no quería plantearme ni
por un instante la posibilidad de un desenlace fatal. El tratamiento urgente
consistía en la administración de oxígeno al 100%, sin que, por otra parte,
descartara otro tipo de terapéutica con la que estaba familiarizado por mi
experiencia como médico militar.
Comprobé que la respiración era más regular. Pasé una mano
por su frente y la piel estaba templada. No dejaba de susurrar palabras a su
oído, intentando que mantuviera un hilo de consciencia. Cada minuto que pasaba se
me antojaba una eternidad esperando a la ambulancia. Presa del desasosiego,
escudriñaba el camino de acceso a la vivienda o dejaba vagar la mirada hacia el
mar, como si pudiese venir de allí alguna ayuda. Capté un sonido distante que
al principio atribuí al ulular del viento que soplaba desde las rocas, pero, a
medida que fue en aumento, comprendí que se trataba de la ambulancia
aproximándose.
Introdujeron a Kira en la UVI-Móvil, la colocaron una
mascarilla reservorio para suministrarle un alto flujo de oxígeno y procedieron
a monitorizar sus constantes.
-
Tiene una saturación periférica de oxígeno
normal – me informó la médica del 061, con quien poco antes me había
identificado como colega.
-
Eso es porque no detecta su situación real, hay
que hacer una cooximetría para saber
el grado de intoxicación por monóxido de carbono.
-
No disponemos del equipo en el vehículo, se lo
haremos en cuanto lleguemos a Urgencias
-
Estoy convencido del diagnóstico, bastante convencido.
-
Sí, por lo que cuentas tiene toda la pinta. ¿Vas
a venir al hospital?
-
No, voy derecho a la cámara hiperbárica de
Cartagena, quiero hablar con los médicos que están a cargo del Servicio. Estoy
convencido de que en cuanto vean en Urgencias los niveles de monóxido de
carbono y su estado de conciencia, la trasladarán a la cámara. Por favor, comunícales
que estaré esperando allí con todo preparado.
-
Está bien, lo haré. Debemos irnos ya. ¿Sabes si
hay algún familiar cercano para obtener consentimiento?
-
No. Yo soy lo más cercano que tiene aquí. Asumo
toda la responsabilidad.
Tal y como había previsto, dado el estado crítico que
presentaba Kira, decidieron en el hospital su traslado inmediato a la cercana
cámara hiperbárica, donde yo estaba ya esperando. Me introduje con ella en la cámara,
vigilando la continuidad de los tratamientos necesarios para que sus constantes
vitales se mantuvieran estables. Dicho en pocas palabras, la oxigenoterapia
hiperbárica consiste en administrar oxígeno puro a una presión superior en dos
o tres veces a la presión atmosférica normal, obteniendo con ello una elevada
oxigenación de la sangre y los tejidos. En sus inicios, fueron los médicos de
la Marina los que impulsaron el desarrollo de estas técnicas, al ser muy
efectivas para tratar la enfermedad descompresiva provocada por accidentes de
buceo. En el caso de envenenamiento por monóxido de carbono, la terapia con
oxigeno hiperbárico acelera la eliminación del tóxico y previene la aparición
de daños cerebrales tardíos.
Noventa minutos después del inicio del tratamiento, un zumbido
en los oídos me indicó que comenzábamos la descompresión y, por tanto,
finalizaba la sesión. El efecto sobre Kira era impresionante, si bien todavía
estaba algo confusa, había recobrado la consciencia y sus constantes volvían a
encontrarse dentro de la normalidad. Necesitaría aún días de vigilancia y
recuperación en el hospital, pero las negras alas que la habían rondado se
alejaban para retornar al torvo mundo de las pesadillas.
Cuando salimos de la cámara hiperbárica, una ambulancia
estaba esperándola para llevarla de regreso al hospital. Me asió de la mano y
pareció esforzarse en expresarme algo para lo que no hallaba palabras.
-
No digas nada, ya hablaremos. Ahora solo tienes
que preocuparte de recobrar fuerzas.
Pasaron los días y Kira recibió algunas sesiones más de
oxigenoterapia hiperbárica mientras seguía ingresada. La mejoría era notoria, y
para matar el tiempo se pasaba el rato leyendo y manejando su iPad. Por mi parte, procuraba
acompañarla la mayor parte del tiempo, excepto por la noche en que se negaba de
plano a que me quedase en el hospital. No dejaba de ser curioso que casi nunca
hablábamos de los detalles de todo lo sucedido, ella rehuía ahondar en el
asunto y yo evitaba insistir pensando que se trataba de un mecanismo de defensa
normal. Tampoco hice mención sobre lo que había querido decirme cuando salimos de
la cámara hiperbárica la primera vez.
La mañana anterior al día previsto para darle de alta, me
hizo un gesto para que me sentara a su lado nada más entrar en la habitación.
-
Ven aquí a mi lado, tengo que decirte algo. He
estado poco habladora estos días, habrás pensado que soy una desagradecida.
-
En absoluto, ¿cómo puedes pensar eso? Es natural
que te sintieses cansada, con pocas ganas de conversación.
-
Sí, pero no es eso. Verás…, primero darte las
gracias porque sé que me salvaste la vida.
-
Kira, hice lo que tenía que hacer. La suerte fue
encontrarte todavía a tiempo. Ese maldito hobby casi te cuesta la vida.
-
Bueno, nunca había tenido tiempo para dedicarme
a ello y ya ves. Pero, en cualquier caso, eso solo fue el eslabón final de una
cadena de anomalías.
-
No entiendo lo que quieres decir.
-
Pues que jamás, y mira que he estado en sitios
chungos, me habían pasado cosas tan raras. He visto escenas horribles, desde
luego, pero tenían su explicación.
-
Pero la explicación, Kira -intenté justificar-,
son los efectos del tóxico sobre el organismo, está claro.
-
No, no está claro. Lo sospeché aquel día en tu
apartamento y no me equivocaba. No soy supersticiosa, pero a veces creo que
tengo una especie de sexto sentido, y te digo que hay algo rondando alrededor
de ti, que provoca sucesos extraños que pueden acabar, si se dan otras
circunstancias, bastante mal. No me refiero a que te pueda pasar con todas las
personas con las que entablas una relación, pero a mí me tocó la china.
-
Lo que cuentas es irracional por completo, no
tiene ninguna lógica.
-
Es posible. A lo mejor llevas razón y son
figuraciones mías, pero lo he pensado mucho y el hecho es que quiero olvidarme
de todo lo que ha pasado recientemente, quiero marcharme de aquí y volver a mi
vida…normal, a mi vida de antes.
-
¿De verdad, es eso lo que quieres? Podemos
empezar de nuevo, creo que sería preferible buscar otra casa, en la zona donde yo
vivo se alquilan…
-
No -interrumpió con brusquedad-, ya te digo que
no quiero saber nada de todo esto. Ni de ti, tampoco. Lo siento, JM, prefiero
no volver a verte. He llamado a Jacinto y vendrá mañana a buscarme para
regresar a Madrid.
-
¿Quién es Jacinto?
-
Es mi antigua pareja, el abogado del que te
hablé.
-
El brillante abogado -dije con amargura- que era
un tipo soso y rutinario.
-
Sí, exacto. Eso es justo lo que necesito ahora.
Ambos guardamos silencio hasta que en ese momento alguien dio
dos toques a la puerta y entró en la habitación.
-
Aquí le dejo la medicación -dijo la auxiliar
depositando un vasito con una pastilla en la mesa y saliendo a continuación.
Kira miraba hacia la ventana, indiferente a mi presencia. Me
pregunté si sus palabras -que había lanzado como una cuchillada- podían ser
debidas a un efecto residual que afectaba a sus emociones o si, por el
contrario, no carecía del todo de razón A duras penas conseguí apartar la
sensación de vértigo que me atenazaba. Tras unos instantes, me recompuse y
traté de buscar algo que decir que no fuera un reproche.
-
Está bien, si piensas que es lo mejor para ti.
Yo voy a estar aquí y si cambias de opinión en algún momento…
-
Ciao, JM, gracias por todo. Y buena suerte.
-
Ciao, Kira.
VII.
Entrábamos en la primavera y desde la terraza de mi
apartamento podía percibirlo en la intensidad de las franjas violetas del
crepúsculo y en las nuevas estrellas que comenzaban a aparecer. Volví al
interior y cerré la cristalera. Dentro del apartamento todavía hacía fresco y tuve
que encender la bomba de calor para que se templara. En mi corazón y en mis
pensamientos también continuaba todavía el invierno, pero, por desgracia, no podía
encender ningún aparato de calefacción para remediarlo.
No tenía noticias de Kira. Tampoco había vuelto a reanudar mis
paseos por la antigua casa de Ginesa la curandera, y estaba convencido de que
tardaría mucho en hacerlo. Tanto, como el necesario para dejar de torturarme por
los sucesos ocurridos tras la noche de la luna del Lobo. ¿Era mala suerte, era
casualidad, era sugestión? Cualquier cosa menos la capacidad de despertar
fenómenos sobrenaturales que ella me atribuía.
Volví a mis recuerdos antes de Kira, y más atrás, a un
tiempo en que quizás las cosas no eran
tan complicadas. A veces, dudaba de esa memoria, dudaba de lo que había
amado y perdido y buscaba refugio en un aquí y ahora. Todo lo demás -me decía-
es fruto de la ilusión.
Me acerqué a la estantería y me entretuve deslizando los dedos sin propósito por los lomos de los libros colocados en la parte inferior. Allí estaban La Doctrina Secreta de Helena Blavatsky, El
Libro de los Espíritus de Kardec y otros semejantes, todos heredados.
“Menos mal -reflexioné- que Kira no se fijó en ellos. Es lo que me hubiera
faltado para que me creyese un fanático de lo esotérico. Aunque -me encogí de
hombros-, para el caso, ha resultado lo mismo.”
Me di la vuelta y dirigí la mirada al mar a través del
cristal. Las olas tocaban la orilla con mansedumbre, como en un gran estanque.
Todo estaba tranquilo y en orden. Todo volvía a ser como
siempre.
A mis espaldas, la puerta de la habitación cerrada comenzó a
abrirse con lentitud, cuando alcanzó la suficiente separación para que pasara una
persona, se detuvo. Nadie o nada visible atravesó el umbral, ni se movió un soplo
de aire. Al cabo de un momento, volvió a cerrarse sin producir ruido. Desde
hacía años, desde que la habitación albergaba recuerdos de Rachel -fotos, objetos personales, el retrato
que hizo la pintora afgana- ocurría la misma secuencia cada noche de luna
llena.
Entré en la cocina y saqué una botella de Tovarich de la nevera. Me serví un par
de dedos del vodka en un vaso y brindé por los que ya no estaban en mi vida.
Todo volvía a ser como siempre.
https://youtu.be/ZXBiPY8wDT0