Todavía sobre el rellano que abocaba al arco de entrada de la oficina del Dukh, Mónica y yo seguíamos inmóviles bajo el conjuro de nuestros propios demonios internos. No sabía los pensamientos que fluían por la cabeza de Mónica, pero el ascenso por la siniestra escalera había sido para mí un viaje que drenaba la facultad de discriminar en la memoria lo muerto y lo perenne. Un trayecto que me arrojaba al infierno de un pasado con el que había luchado cada día y cada noche para que no volviera a revivir.
Quala-e-Now, noroeste de Afganistán.
- ¡Esos hijos de puta nos van a freír! –bramó el cabo Lobeira, escupiendo polvo– ¿De dónde han salido?
Nos habíamos metido en una emboscada de los talibanes, que se cebaban con las tropas regulares del Ejército Afgano emplazadas en la vanguardia. En principio, el fuego no iba enfocado contra el convoy de la OTAN, a pesar de la inmediata respuesta con nuestras ametralladoras y fusiles HK para apoyar a los militares afganos, pero eran numerosos los proyectiles y trozos de metralla que silbaban alrededor. De todos modos, nos encontrábamos bien parapetados y no cabía mucho más que hacer, aparte de aguardar el respaldo aéreo que se había solicitado al mando de la OTAN.
- ¡Están masacrando a esa gente! ¡Intentaré llegar hasta los heridos que estén más cerca! –dijo Rachel gritándome al oído.
- ¡Ni se te ocurra! –rechacé con firmeza–. De momento, hay que estarse quietos. Meterse allí ahora es un suicidio.
- ¡Te digo que voy!
- ¡Tú no te mueves de aquí! ¡Es una orden!
- ¡Que le den a tus órdenes!
- ¡Maldita canadiense cabezota! ¿Y yo he ido a enamorarme de ti a estas alturas? Debo de haberme vuelto loco.
- Cálmate, amor mío, todo irá bien. Voy a pegarme a los BMR y, a su resguardo, haré lo que pueda para auxiliar a las bajas que estén a mi alcance.
- Está bien, voy contigo. Pero yo voy delante. ¡Y no te separes de mí! ¿Llevas los hemostáticos?
- En la bolsa. ¿Listo?
Entre los aliados afganos y nuestro equipo había un estrecho espacio y con una corta carrera tocamos su posición.
- ¡No levantes la cabeza, Rachel!
La explosión de una granada, que había sorteado el vehículo blindado que nos servía de escudo, cayó a poca distancia levantando una nube de gases y partículas rojizas.
Cuando se disipó la polvareda y se aclaró la visión, Rachel estaba de rodillas con una mano ensangrentada apretándose la garganta.
- ¡Dios mío, Rachel, déjame ver la herida!
Una esquirla asesina había hendido las ramas vasculares del cuello.
- ¡Tengo frío, JM, abrázame!
- Voy a examinarte…. ¡Es sólo superficial! –mentí–.Te colocaré un apósito y te pondrás bien. Nos van a sacar ahora mismo.
- No siento nada, JM. No te veo, no te veo…
- ¡Rachel, Rachel, honey, aguanta un poco más! –exclamé, roto de dolor, mientras trataba de comprimir desesperada e infructuosamente la hemorragia letal.
El rugido de los aviones de combate americanos F-15 volando sobre nuestras cabezas dio paso a las detonaciones del bombardeo de precisión.
- ¡Suéltela, mi Teniente Coronel! –la voz del cabo Lobeira resonó atravesando un inmenso vacío de irrealidad–. ¡Tenemos que retirarnos! La aviación ha barrido la zona y hay un helicóptero para trasladarla.
Seguía aferrado al cuerpo inmóvil de Rachel, con la cara y el uniforme empapados de su sangre.
- Mi Teniente Coronel, deje que nos la llevemos –reiteró el cabo, suplicante–. Ya es inútil: está muerta.
“Está muerta, está muerta, está muerta.”Antes de que Mónica lograra llamar, la puerta que daba al despacho se abrió hacia fuera con un chasquido seco.
- ¡Venga! ¡Venir adentro! ¡Os estamos esperando hace rato!
Era el discurso inconfundible de Rima chillando a todo pulmón desde el interior.
Cualquier intento de replicar hubiera resultado en vano: el machaqueo del dirty dubstep, un tipo de música “dura”, atronaba en el recinto cerrado. Entramos despacio, sumergiéndonos en una penumbra pegajosa, y a punto estuvimos de tropezar con la escultura a tamaño natural de una pantera de mármol dispuesta sobre el suelo: símbolo o advertencia de que aquello, más que un simple despacho, era el dominio de un Khan, de un Señor –o Señora– de la Guerra.
Wooooaaaa Woooop
“… ha tenido que marchar un… –creí entender a Rima– pero… llega”.
Wooooummm, Wooop
La escasa iluminación provenía de algunas bombillas incrustadas en el techo que difundían una luz cenicienta pero cálida. Distinguí la estampa gótico-metalera de Rima, cómodamente instalada en un sofá de cuero junto a un avanzado equipo de alta fidelidad.
- ¡Rima, por Dios, quita ese estruendo infernal y pon algo tolerable!
Rima obedeció en el acto. Ni Mónica ni yo habíamos pronunciado una palabra. La orden provenía del fondo de la habitación, atravesando una espesa cortina roja. Se escuchó el ruido metálico de un cerrojo al encajarse y la tela comenzó a descorrerse. Poco a poco fue asomando el marco de un rostro nacarado y el resplandor humeante de una mirada en la oscuridad. Los acordes iniciales de Esta mascarada, de George Benson, palpitaron apacibles en la estancia.
- Mucho mejor –dijo la sombra, avanzando–. Vaya una manera de recibir a nuestros invitados.
La voz, de nuevo.
La voz que surgía de un velo, de un delirio, que brotaba de mí mismo.
Una voz, en impecable castellano, adornada por sutiles entonaciones eslavas, que había escuchado con anterioridad en lenguas extrañas. Un sonido que resucitaba los ecos de un amor sepultado por los escombros de un pasado recóndito. Un murmullo que despertaba también las inusitadas sensaciones que había experimentado hacía unos meses en mi último viaje de trabajo a Bélgica.
Me hallaba en Bruselas, saboreando una taza de té en Bonjour Angélique, tras una reunión que había concluido prematuramente con agrias discrepancias. Aún era temprano y podía emplear el tiempo sobrante para hacer una excursión, ya que hasta el día después no tenía que retornar a España. Valoré si desplazarme hasta Namur, dar un paseo y admirar el tesoro del Priorato d’Oignies, pero, en última instancia, me decanté por visitar la ciudad de Brujas, a tan sólo una hora en tren.
Me fascinaba aquel lugar: los verdosos vientres de sus canales, las piedras húmedas de Historia… Se diría que cada rincón, cada fragmento, de la ‘Venecia del norte’, persistía inmutable en un mágico lienzo. Una vez allí, como un espíritu sediento del sueño de la vida, mis pasos siempre me arrastraban a un punto que, más allá de cualquier creencia, se erigía en reducto de lo sobrenatural: la basílica de la Santa Sangre.
Cuando ya avistaba las siluetas orientales de las torres que se elevaban sobre la capilla, me alertó el zumbido de mi teléfono móvil con un aviso desde España. Mientras respondía a la llamada, una anciana con pañuelo negro en la cabeza y raídas vestimentas se aproximó extendiendo una temblorosa mano. Sin cortar la conexión, rebusqué monedas en mis bolsillos, extraje una de dos euros y se la entregué con tal de que me dejara hablar en paz. Aceptó mi ofrecimiento, enderezó su encorvada espalda y dijo en francés “¡Mírame!” Sorprendido, contemplé sus marchitas facciones, sin acertar a comprender qué pretendía. Colgué el teléfono, al tiempo que la indigente me daba la espalda, pero, antes de distanciarse y desaparecer entre la multitud de la Plaza de Burg, se giró y volvió a mascullar:
“¡Mírame! ¿Es que has perdido la vista?”
“¡Pobre abuela! –pensé–. Padecerá Alzheimer o alguna otra clase de demencia”.
Traspasé, al fin, la puerta del templo y ascendí rodeado de visitantes hasta la planta superior. Conforme me adentraba bajo su techo neogótico, me asaltó una sensación indefinible de sosiego. Apegado a mis propios rituales, me coloqué en la cola que se encarrilaba hacia el relicario con las supuestas gotas de la sangre de Cristo, traídas por Thierry de Alsacia, conde de Brujas, en el siglo XII a su regreso de las Cruzadas.
Al instante, percibí la presencia de una “anomalía”.
Lo que atraía mi interés y provocaba cosquilleos en mi nuca, eran tres personas sentadas en una de las filas delanteras: una mujer de pelo rojo como el cinabrio, un hombre de espalda hercúlea y, en el lado externo, otra figura femenina con la cabeza agachada. Esta última, estaba envuelta en una capa de paño negro con capucha que ocultaba su fisonomía y recordaba a la imagen de un monje sumido en fervorosa letanía.
O una sacerdotisa en trance de invocación.
No andaba muy descaminado, porque al llegar a su altura recitaba una plegaria. Aquel rumor me resultaba familiar, poseía la entonación de aquellos sonidos ligados a profundas emociones en el pasado que nunca se desvanecen del todo de nuestra memoria.
La mujer encapuchada ladeó entonces ligeramente la cabeza hacia mí, lo justo para que lograra captar una fracción de sus rezos:
“Seigneur, Ton Précieux Sang… Donne la vie à ceux qui éprouvent une existence vide de sens”. (“Señor, Tu Preciosa Sangre… Da vida a los que sufren una existencia vacía”.)
Una mano cerrada emergió de sus ropajes oscuros, avanzando hacia mí como el vuelo de un pájaro vaporoso y pálido, y desplegó lentamente los dedos para descubrir una moneda sobre la palma. Una simple y vulgar moneda de dos euros.
Una moneda española como la que yo había dado a la anciana.
Sin duda, aquella misteriosa persona me confundía con uno de esos fieles que recolectan limosnas, pero, reprimiendo un primer impulso, no repliqué. Proseguí la lenta procesión con el resto de los devotos sin mirar atrás. Al descender de la plataforma, volví a fijarme en el banco, pero el curioso trío había abandonado la capilla.
Nunca me he desprendido de aquella moneda. No fue más que pura casualidad, pero la guardo en un estuche como un particular ‘souvenir’.
- Siento mi retraso… – continuó la aparición, que iba poco a poco adquiriendo contornos de mujer a medida que penetraba en la habitación.
- No te preocupes, acabamos de subir –dispensó Mónica–. ¿Qué tal, Sight?
- ¿Cómo estás, querida Mónica? ¿Disfrutaron del espectáculo aquellos clientes que trajiste la última vez?
- Ya lo creo – reconoció Mónica–. Se quedaron embobados, como de costumbre. Y me dieron una buena propina. Pero, hoy mi acompañante, no es un cliente sino un viejo amigo, aunque a veces no sé cómo le aguanto. Lo he sacado de su refugio al lado del mar.
- Lo sé, me he dado cuenta enseguida de que no era una visita de trabajo. Pero, perdón, quizás haya poca luz, voy a encender más.
- Pues se agradece, porque esto está más tétrico que la tumba de Tutankamon –opinó Mónica, dando un repaso a Rima con mirada aprensiva.
- Tú siempre tan ocurrente. Pero, tienes razón. ¿Está bien así? –consultó la mujer denominada Sight accionando un interruptor que hizo resplandecer una lámpara de mesa tallada en un bloque de cristal granate.
- Estupendo –aprobó Mónica.
- Son cosas de Rima –argumentó, Sight–, le gustan esas atmósferas para acompañar su música.
- Es verdad –confirmó la rumana.
- Me lo figuraba –proclamó Mónica con notoria mordacidad.
- ¡A ti qué…!
Sight se llevó un dedo a los labios y Rima enmudeció de inmediato.
- Mónica –requirió Sight con delicadeza, conduciendo otra vez la conversación–, ¿es que no vas a presentarnos?
Un aura de ondulantes hilos rosáceos bordeaba a Sight, diluyéndose según quedaba expuesta a la luz y su aspecto físico se hacía visible.
- ¿Estás segura de que quieres conocer a este pelmazo? –bromeó Mónica–. Sight, te presento al doctor Sangrás, “JM”, para los amigos.
Sight avanzó, dejando atrás la lejanía de un universo oculto. Su cuerpo, flexible, armonioso, estaba ceñido por un conjunto oscuro de pantalón y top con escote de aspecto vintage. La cabellera nacía rubia, con vetas color miel, y cobraba tonalidades castaño al descender en revueltos bucles sobre sus hombros.
Me tendió la mano de un modo formal.
No reaccioné en absoluto.
Ella era la visión.
El sueño.
Los túneles de voces.
Y yo no existía, y a la vez vivía, en un estado sin límites, sin las fronteras exterminadoras de la materia.
Sight frenó la succión del abismo sin fondo que me absorbía con una mirada de ternura que inundó mi lengua de un sabor a cerezas. ¡Bebía su mirada!
Débil, desconocido, extraviado, sentí el empuje irresistible de mis lágrimas, pero la fuerza que manaba de sus ojos azules y salvajes me contuvo.
- ¡Oye, JM! ¿Va todo bien? –prorrumpió Mónica–. Se te ha puesto cara de breva.
Apenas entraron en contacto nuestras manos, retiré la mía con precipitación, incapaz de absorber más impulsos sensoriales.
- Yo sé lo que le pasa –aseguró Mónica, en tanto que los demás seguíamos en silencio–: esta noche nos hemos topado con una chica rarísima, no veas qué cuelgue llevaba, y era clavadita a ti, Sight.
- No. Sus ojos llameaban –dije, quebrando mi mutismo.
- ¡Pero, de qué hablas…, si eran iguales que los de un pescado muerto! –exclamó Mónica con un respingo.
- Quiero decir –rectifiqué, esforzándome en recobrar la calma-, que sus ojos, sus rasgos en general, tenían semejanza pero eran distintos.
Rima, que hasta el momento se había mantenido ajena, se levantó de un salto, dispuesta a relatar su versión.
- Déjalo, Rima –atajó Sight–, será mejor que yo misma se lo explique.
- Sí –dijo Mónica, dirigiéndose a Rima-, porque tú vas a embrollarlo todo.
- ¡Que no me hables! –estalló Rima–. ¡Pija!
- ¡Y tú cateta, cenutria!
- ¡Lista! ¡Sapionda!
- ¡Zatknís! –profirió Sight en ruso, resuelta a parar en seco la escalada de improperios–Cállate, Rima. Compórtate con nuestra visita.
- ¡Pues que deje de insultarme!
Las pupilas de Sight se dilataron irradiando un fulgor dorado y Rima se refugió en su sofá encogiéndose como un negruzco ovillo.
- La persona con la que os topasteis se llama Mavra –declaró Sight, todavía con una ligera huella de irritación en su rostro–. Mavra, La Oscura. Pertenece a mi familia, aunque últimamente desconocíamos por dónde andaba. Para ser correctos, es mi prima hermana, aunque cualquiera diría que somos mellizas. Hace unos años sufrió un grave trastorno psicológico y desde entonces ha ido a peor. Siento mucho que os causara dificultades.
- No fue nada más que un susto –argüí, pretendiendo desdramatizar, pero sintiéndome incómodo–. Sin embargo, hay algo muy raro en el suceso, difícil de describir… Por fortuna, Rima andaba por allí y acertó a controlar la situación.
- ¡Bah, era una simple lunática! –banalizó Mónica, restando valor a la intervención de Rima, a pesar de que la “simple lunática” le había apresado por el cuello.
- Por desgracia, te equivocas, Mónica –contradijo Sight–. Es peligrosa. Muy peligrosa… pero, en fin, ahora estáis aquí. Por favor, sentaos y poneos cómodos.
Aparte del sofá que ocupaba Rima y el sillón de la mesa de despacho, sólo había un par de sillas de estilo clásico –y apariencia poco confortable–, por lo que nos mantuvimos en la misma postura.
- ¿Os apetece beber algo? –sugirió Sight con cordialidad, viendo que seguíamos como dos postes –. Mónica, ya sé que a ti sí, sírvete tu misma lo que quieras, ¿de acuerdo? ¿Y tú, JM?
Antes de que pudiera abrir la boca, volvió a entrometerse Mónica, que no quería perder protagonismo.
- JM suele beber muy poco.
- Bien, pero quizás le agradaría probar un poco de mi vodka –dijo Sight, con una chispa de malicia–. La fábrica es muy popular en Rusia.
- ¿Putinka? –aposté.
- No. Stolichnaya Elit, de una producción muy limitada.
- Qué coincidencia. Es mi favorito. Gracias.
- No es coincidencia – manifestó Mónica–, es que se lo he comentado yo, como conozco todos tus gustos…
- Debí de suponerlo, Mónica –me quejé, iracundo–. ¡Estás más atenta de mí que si estuviéramos casados!
- Ni lo sueñes, pajarito. Cualquiera te aguanta todo el día. – soltó Mónica, sin dejar escapar cualquier oportunidad de darme otro puntillazo.
- ¡Ja, ja! –rió Sight de buena gana–. ¡Qué gracioso es veros discutir! Se nota que en realidad os tenéis mucho cariño.
- Sí, son como el ratón y el gato –voceó Rima desde el destierro de su sofá.
- Se dice “el perro y el gato”, rica –puntualizó Mónica.
- ¡Miauuu! –se burló Rima.
Sight sacó de un mueble bar con un pequeño frigorífico una botella recubierta de escarcha y sirvió el líquido transparente en dos vasos cortos.
- ¡Na zdorovie! –brindé, tomando un vaso y apurando el contenido de un trago, a la manera tradicional.
- ¡Salud! –correspondió Sight, imitando mi gesto–. ¿Hablas ruso? –dijo, después de un leve carraspeo
- ¡Qué va! Apenas cuatro palabras. Sin embargo, tú hablas un español magnífico, aunque tu fisonomía es eslava, incluso con trazos asiáticos.
- Buena observación, doctor. Aprendí el castellano con mi abuelo materno, que era español, de Burgos, creo, y se casó con una rusa. Mi madre nació en Uzbekistán y mi padre también era uzbeko… Y yo soy kirguisa, es decir, de Kirguizistán. Es un poco lioso.
- Una mezcla impresionante… Con franqueza, me había hecho una imagen contraria de la propietaria del local.
- Ah, ¿sí? –dijo Sight con una sonrisa que delató suaves trazos rasgados en sus ojos –. ¿Y cómo pensabas que era?
- No sé, quizás, una mujer de negocios de mayor edad, con gruesas gafas y hasta con un enorme puro en la mano… o tal vez con aires de bruja por el tipo de espectáculo.
- ¿Te parezco una bruja?
- ¡Sí, sí, una bruja! –intervino Rima desde su rincón–. ¡Pero, la más buena de todas las brujas!
- Ay, Rima –suspiró Sight con desesperación–, no sé qué voy a hacer contigo. Nuestros amigos no comprenden tus chistes.
- No es que no los comprendamos –precisó Mónica, tajante-, es que no tienen gracia.
- Bueno, bueno, doctor…, JM, y yo ¿puedo saber algo de ti? –terció Sight para evitar otra confrontación.
- Apuesto a que Mónica te tiene al día –contesté.
- ¡Qué va, qué va! Únicamente me ha hablado de vuestra amistad y de tu trabajo en el hospital… ¿no es cierto, Mónica?
- Ya se lo he dicho antes –corroboró mi amiga–. ¡Ah! Y del blog.
- …Y de tu blog en internet…
Un beep, beep, repicó irritante. Sight se excusó, se puso detrás de su mesa de trabajo, y sacó un panel escondido debajo del tablero que resultó ser una pantalla de ordenador. Tras un vistazo rápido, volvió a ajustarla en su escondite. Al inclinarse, su pecho se destapó más y creí apreciar el margen superior de un tatuaje. Inspeccioné el relieve de su escote con mayor cuidado, pero con disimulo, confiando en vislumbrar la usual insignia de la mariposa negra, sin embargo, lo que se insinuaban eran los picos o florones de una corona nobiliaria. Mónica reparó en mi acción, pero, interpretándola de otro modo, enarcó las cejas con una mueca de censura.
- Perdona, estabas contándome cosas de ti.
- No, yo no contaba nada. Todavía.
Sight había dado dos pasos para ponerse de nuevo frente a mí. Al desplazarse, una tenue fragancia de violetas surcó a la deriva. Yo pugnaba por retener mi aplomo sin entregarme a la neblina que emanaba de la hondura serena de sus ojos. Mónica agitaba el hielo de la copa ancha que sostenía y miraba el techo, absorta en un ilusorio planetario.
Sight.
La Vista.
- ¿De dónde eres? -indagó, ignorando mi expresión anterior, un tanto áspera.
- Nací en Madrid, si es eso a lo que te refieres.
- ¡Madrid! Conservo muy buenas impresiones de esa ciudad –afirmó con entusiasmo–. Estuve varios años viviendo allí mientras realizaba un doctorado en la Universidad Complutense.
- Yo estudié en la misma universidad. ¿Cuál fue el objeto de tu doctorado? – sondeé.
- Historia Antigua –respondió, sin extenderse en pormenores–. Lo que me recuerda que habíamos mencionado tu blog en internet.
- No sé que tiene qué ver… es una página corriente, como tantas otras, con relatos poemas, recuerdos…
- Pero da la sensación de que te has movido bastante por el mundo.
- No mucho en la actualidad. Hasta hace poco, sí que solía viajar fuera de España con frecuencia –admití–. Formaba parte de mi trabajo en una ONG.
- No sabía que la OTAN era una ONG –disparó Sight de improviso.
Me invadió una súbita rigidez y miré con despecho a Mónica, que se encogió de hombros desconcertada.
- ¿Cómo has averiguado eso? –la interrogué con desconfianza.
- Era una mera suposición, por lo que veo, acertada. En tu blog aludes a Afganistán como si lo hubieras vivido en primera persona. También hay fotos de una ciudad de ese país y en ella se ve a mujeres vistiendo burkas “modernos”, inconcebibles en la época de los talibanes. Si has estado allí en los últimos tiempos, no ha podido ser como turista: está estrictamente prohibido. Hasta donde yo sé, subsisten pocas o casi ninguna ONG. En consecuencia, lo más probable es que hayas estado en Afganistán como miembro de la ISAF, es decir, de la OTAN.
Mónica y yo nos miramos boquiabiertos ante la exhibición de lo que aparentaba ser un soberbio hilo de deducciones… aunque bien podría enmascarar que los datos se había obtenido de una forma no tan inocente.