domingo, 29 de enero de 2012

LUNA DE INVIERNO


Esta noche se ha hecho para amarte,
para que las sombras de la luna de invierno
que flotan sobre el vapor de tu cuerpo
vuelvan una y otra vez
cuando te hayas alejado de mi vida.

Estaré solo, con mi corazón de viento
persiguiendo otras torres de fuego
como tus labios,
mientras los espectros de la niebla confusa
salen desnudos de los sueños.

Te cuesta tanto entregarte
-me dices-.
Es difícil conocer
qué cielos de deseo recorren
nuestras miradas,
si la noche es solo nuestra
o de otras orillas de plata,
si somos solo piel imaginaria
para dedos que pasan como viajeros
malditos.


miércoles, 25 de enero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: VINCULOS OSCUROS (1)


“¡Soy Rima!”
Las sílabas aletearon libres, alegres, sin tiempo. Pero ya no tenían los matices tan característicos de la rumana, sino que hacían retornar los ecos de una voz que brotaba en mis pesadillas.
La voz de Rima era una hebra, una hebra de energía oscura que tal vez no le pertenecía. Sus labios, sin saberlo, transportaban los susurros de un alma perdida, el fulgor sonoro de un mundo antiguo y casi agónico que ahora se dilataba en las cenizas de mis venas. Había nuevas reglas que esperaban brotar de los pulmones. Fuera, el mundo atravesaba los mismos signos, serenos o agitados, donde no cabían las quimeras. Dentro, en mi apartamento, las paredes  se tornaban distintas, se transformaban en cataratas que brillaban de fiebre.
 El sonido de una sirena hendió la niebla sobre el mar, mi mar, y me arrojó a la realidad del silencio que contenía.
-    ¡Rima! ¿Qué ocurre? ¿Te ha sucedido algo? – pronuncié al fin, rompiendo el murmullo de nuestras respiraciones.
-    Estoy bien –contestó con tono calmado–.  Sólo quería saber cómo te encontrabas.
-    Sube.
-    Da igual. Sólo...
-    Sube. Te abro.
Accioné el mando del portero automático y dejé la puerta del apartamento entornada mientras aguardaba a que llegase. Me pregunté quién le habría dado mi dirección, pero la respuesta era sencilla: el bocazas de Héctor.
-    Hola, espero no molestarte a estas horas –dijo Rima, saliendo del ascensor.
-    En absoluto –respondí, esforzándome en denotar tranquilidad–. He llegado hace poco.
Nos miramos indecisos por unos momentos, como si hubieran transcurrido siglos desde nuestro encuentro, y finalmente nos dimos un apresurado beso en el rostro.
-    Pasa. Siéntate por ahí –dije, adentrándonos en el salón.
-    Gracias –susurró con timidez.
-    ¿Seguro que no pasa nada?
-    Nada. No he recibido más... visitas. Todo ha estado muy tranquilo. Quería pedirte perdón por meterte en aquel lío.
-    No te preocupes. No tuviste la culpa. ¿Cómo reaccionó tu amiga...?
-    Sight. No concedió importancia al robo de la bolsa, sólo le interesaba saber si estaba bien.
-    ¿Le hablaste de mí?
-    Sí. ¿Te molesta?
Expresé un ademán, dando a entender que me resultaba indiferente, y Rima hizo una pausa calculadora antes de continuar.
-    Le comenté que te había conocido por casualidad –prosiguió, mientras yo enarcaba las cejas al oír la palabra “casualidad”–, y que actuaste para defenderme de forma muy caballer… ¿cómo se dice?
-    Caballeresca.
-    Eso. Y también me preguntó si habías resultado herido –concluyó.
-    Más que caballeresca, fue una intervención impulsiva y atolondrada. Pero, en fin, se agradece la preocupación por parte de tu amiga. No hay demasiados robos en esta zona, aunque, a veces –añadí, tratando de restar importancia al suceso–, ocurren cosas inesperadas y desagradables como esa.
Rima pareció relajarse con mis palabras. Se quitó el abrigo y se acomodó en un sofá. Su cabellera se desplegó como una laguna azul oscuro sobre el tapizado beige. Llevaba puesto un jersey de cremallera que dejaba al descubierto el medallón de la mariposa negra entre las orillas de un pronunciado escote. La visión de la ambigua figura me recordó que había advertido algo más en el cuerpo de Rima, algo con significados sutiles que sobrepasaban una apariencia inofensiva, pero no conseguí precisarlo.
-    ¿Te apetece tomar algo? –propuse–. ¿Una copa?
-    No bebo alcohol.
-    Puedo traerte algún refresco.
-    ¿No tendrás té?
-    ¿Té? Sí, claro. Hay en la nevera: yo lo tomo frío. Pero te preparo uno enseguida.
-    No, da lo mismo. También me gusta frío. De todas formas el té que venden aquí es muy… –se detuvo para buscar una palabra– flojo.
-    Éste no. Es Ahmad.
-    Sí. Lo conozco. No está mal.
-    Vuelvo enseguida.
Regresé con dos tazas de cristal que contenían un líquido de color sanguinolento. Rima se había levantado y curioseaba algunos objetos junto al equipo de música.
-    ¿Azúcar? –sugerí, acercando el azucarero y una cucharilla.
-    Sí, gracias, me gusta muy dulce –replicó sonriendo.
Se sirvió una generosa cantidad y removió el azúcar a conciencia. Luego, depositó la taza sobre el mueble y señaló una daga plateada con un starga, un ojo, tallado en la empuñadura y caracteres en pashtún.
-    ¿Dónde conseguiste ese cuchillo? –preguntó, mientras daba la sensación de que estuviera calibrándolo con la mirada.
-    Es un chaku sagrado, me lo regalaron en Kandahar, en Afganistán.
-    ¿Alguna mujer?
-    No –sonreí yo ahora–. Un mullah, un guía religioso, al que le extraje metralla de las piernas. Una barbaridad. Al final me cansé de contar los fragmentos, pero se libró de la amputación.
-    ¿Y por qué es sagrado?
-    Se supone que protege de los diablos, fuerzas malignas y cosas por el estilo.
-    ¿Y tú crees en esos poderes?
-    Claro que no. Es sólo el mejor presente que podía ofrecerme aquel buen hombre; rechazarlo hubiera significado una ofensa.
Rima se apoderó de la daga, dejó que rodara en la palma de su mano y cerró los dedos, haciendo bailar la punta de un lado a otro con destreza. Hizo una mueca y la devolvió a su lugar.
-    Como protección... como arma, quiero decir, no vale mucho, pero es bonita.
-    Para mí representa algo más.
-    Ya te entiendo… –musitó, sin parar de husmear–. Esa foto es de Stonehenge, ¿no? –pronunció el nombre con acento perfecto y  apuntó con el dedo a una de las escasas fotografías que había en el salón–. Perdona si soy un poco cotilla.
-    No eres cotilla, eres curiosa.
Parpadeó silenciosa, quizás pugnando por captar la diferencia.
-    Sí –continué–, el escenario es inconfundible. Estuve allí con unos compañeros ingleses.
-    ¿Has estado viviendo en Inglaterra?
-    Estuve unos meses residiendo en Portsmouth.
-    En Portsmouth hay una base de la marina inglesa, si no me equivoco.

- Cierto.
- ¿Y tú que hacías por allí?¿Trabajando como médico?
Ella tenía razón: no era curiosa, era cotilla. Antes de contestar, el destello de una imagen resplandeció en mi subconsciente al rememorar aquella estancia en Inglaterra: el símbolo céltico del trisquel, una cruz de tres brazos en espiral unidas por el centro, era semejante al tatuaje que había distinguido la noche de nuestro encuentro.
-    ¿Hago muchas preguntas? –dijo con aire ausente, sin aguardar respuesta–. Es para conocerte un poco. En realidad, me da igual quién seas o lo que seas. No es asunto mío.
-    No se trata de eso, Rima. Sólo estaba pensando..., el tatuaje que tienes en la zona del sacro,  ya sabes, al final de la espalda...
-    ¿Encima del culo?
-    Bueno, sí –carraspeé–. La otra noche me fijé en él.
-    ¿En mi culo?
-    Sí. ¡No! En el tatuaje quiero decir –de nuevo, no sabía si la rumana no acababa de entenderme o le gustaba jugar conmigo–. Al principio, los trazos me sugirieron la forma de unos pétalos, de tres pétalos, pero he recordado ahora que se parece mucho a un trisquel.
-    ¿Y qué es eso?
Se consideraba al trisquel una representación céltica, aunque quizás era mucho más lejana. Para los druidas simbolizaba el ciclo perpetuo de la evolución: pasado, presente, futuro. En tiempos recientes, sin embargo, había cobrado un sentido bien distinto: el llamado BDSM. Este término era un acrónimo que englobaba diversas prácticas relacionadas con las expresiones de sadomasoquismo y dominación popularizadas en la película de “Historia de O”.
 Contemplé la complexión firme de Rima, sus pantalones ceñidos de terciopelo elástico bajo los que podía adivinar un etéreo tanga: no me suponía un esfuerzo imaginarla disfrazada con el típico atuendo de cuero asociado a esas  tendencias eróticas. Sacudí la cabeza contrariado. Me estaba contagiando de los desvaríos morbosos de mi amigo, el DJ loco.
-    Nada – contesté, atrapado todavía en mis abstracciones –. No importa.
-    ¿Quieres que te lo enseñe? –sugirió, sacándome por fin de mis despropósitos.
-    ¡Qué! 
-    El tatuaje – aclaró con paciencia.
En ese instante volvió a sonar el timbre del portero automático. Sentí una mezcla de irritación y a la vez de alivio por la interrupción: empezaba a sufrir un familiar dolor de cabeza y a ver el techo grisáceo de mi habitación con tintes carmesíes. Podían pasar días sin que nadie tocase el timbre y de forma inusitada recibía dos llamadas casi consecutivas.
-    ¿Quién? –pregunté con la esperanza de que fuera una equivocación.
-    ¡Abre, pasmarote, soy Mónica!


miércoles, 18 de enero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: MONICA (y 2)


Héctor se apresuró a cambiar otra vez la música y los timbres profundos del dirty house volvieron a habitar en el Brutus. Retornó a mi lado y apoyó los codos en la barra.
-    Pero qué morro tiene esta tía –exclamó– . No sé cómo la aguantas.
-    Eso mismo ha...
-    ¿Qué?
-     Nada. ¿Qué tal estuvo la boda de Pencho? –añadí con rapidez para desviar su atención.
-    Ah, dabuten. Pena que no pudieras venir.
-    Me hubiera gustado, pero estaba de guardia y no pude cambiarla con tanto trabajo.
-    Pues yo me acordé de ti y te he traído algo... –rebuscó en un cajón y extrajo un pequeño cilindro de aluminio–, aquí está.
-    ¿Un puro? Qué detalle, hombre, gracias.
-    Sé que no fumas, pero a veces te he visto apañarte un buen puro.
-    Sí, de tarde en tarde. Lo guardaré para un momento especial. Bueno, Héctor, me marcho ya para casa, es hora de cenar. Dime qué te debo.
-    Nada, tío, a ver si puedes mirarme lo del pecé, que va muy lento.
-    De acuerdo, prometido. Nos vemos.
-    Hasta luego. Ten cuidado, JM.
-    ¿Qué quieres decir? –inquirí con tono irritado.
-    Qué picado estás. Sólo quería decir que te cuidaras.
-    Perdona, gracias. Hasta luego.


Al salir del Brutus era ya noche cerrada. La pesadez de cabeza volvía a manifestarse como si hubiera permanecido aletargada y despertase ahora en sus túneles entornados. Al igual que tras mi encuentro con Rima, tenía la sensación de ser un elemento manipulado en una trama carente de claves para mí;  el peón de una clandestina y peligrosa partida de ajedrez. De forma subconsciente, el cerebro recibe sin cesar información y elabora modelos de predicciones. Desde niño, había tenido siempre la capacidad de descubrir rupturas en la secuencia de las cosas ordinarias; de percibir anomalías en un patrón establecido, como si detectara el primer embate sutil de un caos infiltrado. Estas impresiones me habían resultado útiles en mi ejercicio profesional, conduciéndome con frecuencia a sospechar alteraciones no evidentes en el inicio de una exploración. La mayor parte de las veces en la vida cotidiana hacía caso omiso de ese género de alertas y me dejaba guiar por la razón. Sin embargo, la intuición me advertía ahora de una amenaza que se gestaba adquiriendo la turbiedad de un funesto hálito a mi alrededor. Metí las manos en los bolsillos, lancé un resoplido, y me dije a mí mismo: “Paranoia, JM, eso se llama paranoia”.
Las casas se hallaban ya asediadas por las sombras, no se veían transeúntes y eran escasos los vehículos que circulaban, como si de repente todo el mundo hubiera huido de un territorio maldito y no pensara volver a hollar jamás el polvo de una desolación olvidada. El viento oreaba con desgana las raídas hojas de las palmeras que se alineaban a los lados de la vía. Pesaba una realidad fantasmal, congelada en el pensamiento de un creador durmiente. Pero, de improviso, la silueta de una persona se desgajó de uno de los troncos en la oscuridad y se adelantó a mis pasos: era un hombre de edad indefinible, ropa ajada y aire de mendigo, aunque bien aseado.
-    Perdone. ¿Tiene un cigarrillo? –requirió.
-    Lo siento, no fumo.... pero, espere, ¿quiere un puro?
-    Mejor, mejor.
-    Aquí tiene –le entregué el puro que me había regalado Héctor y lo miró con delectación.
-    Muy amable, caballero, muchas gracias.
Aunque me sorprendió esa expresión tan cortés, repliqué sin más un “no hay de qué” y me dispuse a seguir mi camino. Pero aquel hombre no había terminado todavía.
-    Caballero, aguarde un segundo, por favor –la voz se había tornado más ronca, casi ominosa.
-    Dígame. Tengo bastante prisa –agregué para evitar que me endilgara alguna truculenta historia.
-    Verá, llevo aquí desde esta tarde, apoyado en esa palmera, y le he visto llegar.
-    ¿Y...?
-    Cuando usted ha parado, venía otro coche que se ha detenido detrás del suyo. Había dos personas dentro, y todavía están allí.
-    No sé, estarán esperando a alguien.
-    Lo digo porque se bajaron, dieron unas vueltas alrededor de su coche y miraron adentro.
-    ¿Está seguro?
-    Me distraigo mirando a la gente. No tengo otra cosa mejor que hacer. Perdone si le he molestado.
-    Oh, no, por favor, nada de eso. Gracias por advertirme.
-    Vaya con Dios. Tenga cuidado.
¿Por qué todo el mundo se empeñaba hoy en decirme que tuviese cuidado? Decidí aclarar las dudas sobre mis presuntos perseguidores.
A unos cinco metros detrás de mi coche, estaba aparcado un BMW  oscuro con dos ocupantes.  Me acerqué oblicuamente por la parte de atrás del vehículo. La matrícula era francesa y el conductor tenía el pelo rubio y corto, al estilo militar; no podía distinguir las facciones del acompañante. Casi había alcanzado la puerta de delante, pero el BMW arrancó y aceleró con brusquedad perdiéndose detrás de un badén.
Por unos segundos me quedé perplejo al lado de la carretera y con lentitud me fui acercando a mi coche. Me arrodillé y examiné los bajos y el lado interno de las ruedas. Hacía unos pocos años esas acciones eran parte de una rutina diaria y algunos velos del pasado cruzaron como un nebuloso destello por mis pensamientos. Me incorporé, sacudí el polvo que había ensuciado el pantalón y abrí la puerta. Introduje con cuidado la mano en la parte inferior de los asientos. Todo parecía estar en orden. Encendí el motor y me dispuse a encerrar el coche en el garaje.


Una vez en mi apartamento, me sentí aliviado y en calma. Durante años había acumulado y ordenado objetos que daban armonía a ese refugio y reposo a mi memoria. Pequeñas antigüedades, cerámica oriental, velas aromáticas junto a figuras talladas en cristal de Murano, espejos azulados como remansos de agua glacial, muy pocas fotografías y algunas acuarelas de una pintora vasca que recreaba atmósferas vaporosas a la manera de Turner. En un extremo del salón estaba mi mueble favorito: un secreter de sólido cedro con cuerpo de armario que utilizaba como escritorio. El ordenador portátil estaba abierto sobre la mesa del mueble clásico, conectado a la red. Antes de acostarme, tenía el hábito de merodear por algún foro de literatura o arte: era mi particular taza de tisana para relajarme. Pero el secreter hacía honor a su nombre y contenía además un panel disimulado en la zona posterior. Presioné una minúscula palanca en el borde y se desplazó una hoja de madera dando acceso a un compartimiento que contenía una caja metálica; la abrí y extraje de su forro amortiguador un revolver 357 Combat Magnum  de cuatro pulgadas, un arma de apurado equilibrio y extraordinaria potencia. Sostuve el revolver con delicadeza, palpando el tacto del metal que me ceñía de nuevo a la niebla de épocas distantes. Por fin, lo devolví a su envoltorio y cerré la camuflada puerta del secreter.
Entré en el dormitorio y permanecí por un rato contemplando el mar. La luna creciente insinuaba un paisaje nocturno menguado por la bruma que amortajaba casi por completo la torre del faro. En el resplandor blanquecino advertí un temblor borroso y, al instante, la negrura de unas alas  golpeó el otro lado del cristal a la altura de mis ojos, haciéndome retroceder de modo instintivo. Tenía el contorno delicado y etéreo de una mariposa, aunque de un tamaño demasiado grande. Las mariposas no vuelan de noche, pero las polillas sí, ¿existían polillas de esas dimensiones en esta zona? Un ruido agudo y estridente interrumpió de improviso mi reflexión: alguien estaba accionando el timbre desde el portal. Descolgué el portero automático.
-    ¿Sí? –emití con precaución.
 Se escuchó un zumbido y por fin una voz titubeante.
-    ¿Hola? ¿JM?
-    ¿Quién es? –pregunté, aunque aquella entonación de pisadas leves, como un suave arrastre sobre la arena, me resultaba inconfundible.
-    Soy Rima.


miércoles, 11 de enero de 2012

LA MARIPOSA NEGRA: MONICA (1)


El viejo hospital había sido reconstruido por completo a excepción de la torre, la edificación más antigua, denominada “La Torre Negra”, que se conservó intacta una vez restaurada. El nombre no provenía de sus ladrillos grises, ennegrecidos por el humo de incendios,  las brumas salobres del mar cercano y la corrosión del tiempo, sino de su uso originario como albergue y aislamiento para los enfermos de la peste. En aquella época, la enfermedad era conocida como La Muerte Negra; por lo que el siniestro edificio –del que pocos salían con vida– tomó el nombre de  La Torre de la Muerte Negra y más tarde, simplemente, La Torre Negra.
Atravesé con rapidez el angosto corredor de la torre, ya que, al hallarse despejado de pacientes y familiares, se convertía en el acceso más inmediato al exterior. Una vez fuera, el edificio expandió sobre mí su sombra, como una membrana monstruosa impregnada con los hálitos del dolor, la enfermedad, la desesperanza y la agonía condensados durante siglos. Sorteé las ambulancias que se agolpaban junto a la entrada contigua de Urgencias y avancé por el paseo hasta el aparcamiento. A pesar de las recientes obras de ampliación, el hospital se nos estaba quedando pequeño y, en la Unidad de Cuidados Intensivos donde trabajaba, el día había avanzado sin disponer de un momento de respiro.
Antes de introducirme en el coche, decidí revisar el teléfono móvil, que había reposado, desatendido y en silencio, en un bolsillo de mi ropa de calle. Tenía un mensaje de Mónica: “Hola, JM. Hace muxo k no t veo. Tengo k decirt algo. Si t pasas a las 8 x el Brutus, hablamos. 1bso. M”. Sonreí. Faltaba poco para las 7 de la tarde, tenía tiempo de sobra para encontrarme con ella. Era una vieja amiga que siempre acertaba a remediar con sus bromas la fiebre ponzoñosa de mis oscuros recuerdos. Me vendría muy bien. Hacía varias semanas que había ocurrido aquel extraño incidente con Rima, la chica rumana, y desde entonces no había vuelto al Brutus. En cierto modo, había recobrado con ella el latido de la curiosidad, de la excitación, del deseo... y no podía negar las tentaciones de ir a buscarla. Pero también presentía que aquello implicaba regresar, como en otros momentos del pasado, a un légamo de círculos malsanos que terminaba por esparcir serpientes sobre mi vida. Ahora necesitaba olvidar, centrarme en mi profesión actual, un poco de paz y el casual hallazgo de algún gesto de ternura. Arropado en esa fina tela de optimismo, ignoraba que el mensaje de Mónica iba a ser el inicio de otro recorrido por los recovecos de un turbulento pasaje.
A menudo, la parte más relajante de la jornada residía en el trayecto de ida y vuelta desde mi apartamento de la playa a la ciudad. En esa época del año, solía coincidir con el amanecer y el crepúsculo.  Los treinta kilómetros de autovía transcurrían placenteramente con la contemplación de un paisaje inundado por la belleza de las luces rojizas que encendían la superficie del mar. No faltaba tampoco la compañía de agradables vibraciones: a veces, un poco de ópera; otras, el caudal sedoso del deep house.
Durante la tarde había padecido el leve dolor de cabeza que acostumbraba a germinar cuando el viento experimentaba un cambio repentino o, en ciertas ocasiones  –como si fuera una alarma innata–, si estaban a punto de asomar problemas. El viento continuaba llegando suave de poniente y el pronóstico del tiempo no preveía cambios a corto plazo. En consecuencia...
Por fortuna, cuando estaba próximo al Brutus desaparecieron las molestias; y, tras aparcar al otro lado de la carretera, frente al local, los negros horizontes que ceñían mi corazón se habían desvanecido y me sentía ya bien y de buen humor.
El Brutus estaba casi desierto a esas horas. Héctor preparaba su peculiar selección de música y me recibió con un ademán de exagerada sorpresa.
-    ¿Dónde te has metido, JM? Todavía estoy esperando que vayas a echarme un vistazo al pecé –prorrumpió el DJ con su habitual estado de exaltación mientras se acercaba a la barra– . Pensaba que te habías fugado con la rumana.
-    Qué va –respondí encogiendo los hombros–. No sé nada de ella, ni quiero saberlo. He estado muy liado con el trabajo.
-    Tío, lo de tu trabajo es peor que una droga.
-    No exageres, son temporadas...
-    ¿Es que no haces otra cosa?
-    Ya lo sabes, voy al gimnasio del club o salgo a correr por el paseo o...
-    Ya, ya, una juerga.
-    Yo me divierto así –me excusé sin convicción.
-    Pero venga, cuéntame –insistió, y, aunque no había ningún cliente cerca, se aproximó escrutando a ambos lados–. ¿Qué ocurrió al final con la rumana...? ¿Hubo tema o no hubo tema? Parecíais muy enrollados.
-    No sería por tu ayuda.
-    No seas rencoroso. Total, fue una broma, para daros ambiente…
-    Menudo ambiente. Y no me preguntes más sobre esa noche. Prefiero no acordarme.
-    Ah, ya veo que te quedaste a dos velas –hizo una mueca y deslizó los dedos por la cara–. Mucho ir al gimnasio y no te jalas una rosca.
-    Déjalo ya, en serio.
El local mostraba una tersura bien distinta a la erupción que adquiría por la noche. La música sonaba con un volumen tolerable que permitía el discurso de una conversación, y la iluminación era suficiente para contemplar los detalles cercanos con claridad. Héctor no pasó por alto las fugaces arrugas de tensión en mi frente.
-    Vale, vale, tranqui. ¿Qué quieres tomar?
-    Uf, no sé –murmuré, todavía absorto en el pensamiento de Rima–, dame un botellín de agua.
-    Agua ahí enfrente, toda la quieras y con olas. ¿Vodka?
-    No, ahora no. Está bien, ponme una cerveza. Una Leffe.
-    Pues ya no quedan. Sólo traje unas cuantas botellas. Te tomas una birra normalita.
-    Lo que tú quieras –cedí.
El DJ estiró un brazo y extrajo una botella del frigorífico que depositó frente a mí con una servilleta roja en la embocadura.
-    Gracias, Héctor. Oye, ¿ha pasado Mónica por aquí?
-    ¿Qué Mónica? ¿Nuestra Mónica?
-    Claro, la que trabaja como guía turística en la ciudad.
-    Sí, sí... –asintió con la cabeza– No la he visto. Ahora viene poco. La última vez que estuvo, menudo follón montó con el Basi y el Ginés... llevaban un melocotón... Vaya una marcha.
-    Es que tiene un carácter muy alegre.
-    Pues a ti siempre te está pinchando.
-    ¿A mí? En absoluto –me defendí–. Es su forma de ser, pero es una persona muy cariñosa.
-   Y está mazo buena. Yo creo que te tira los tejos.
-    No digas tonterías.
-    Yo de ti me la cepillaba –continuó Héctor, tratando aviesamente de provocarme.
-    No seas bestia. Mónica es una buena amiga.
-    Razón de más
-    Héctor, estás enfermo. Para ti todo se reduce a... Pero vamos a dejarlo: Mónica está entrando.
En efecto, una tormenta con melena  rubia, enfundada en un traje de sastre gris claro, se cernía sobre nosotros. Mónica era algo corpulenta, vivaracha, siempre activa y con un envidiable estado de ánimo.
-    ¡Hola, cuerpos! –gritó el torbellino.
-    ¡Hola, Mónica! –coreamos al unísono Héctor y yo.
-    Dame un beso, JM. Mira que te haces de rogar para verte, hijo. Y tú, Héctor, qué te pasa, cada vez estás más esmirriado. Y ponte las mechas naranja, que el verde ya no se lleva, ja, ja.
-    Tía, tú estás rayada –replicó Héctor, que estaba tan orgulloso del colorido de su pelo.
-    Calla. Y quita esa cosa horrible que está sonando.
-    Pero si es una promo experimental que está que se sale.
-    Tú vas a salir volando como no la cambies...
-    Vale, voy a buscar algo de reggetón, que es lo tuyo, guapa. O mejor –hizo una pausa y prosiguió en tono burlón–, voy a poner eso de Bob Sinclair que os chifla tanto a los dos.
-    "¡World, Hold On!" –vociferamos Mónica y yo, balanceando las manos como si dirigiésemos una orquesta.
-    Sois como niños, mira que la pongo veces, y eso que está pasadita…
-    Es ya parte de la historia del Brutus, a mí me encanta –comenté sin dejar de moverme.
-    Bah, house ligerito, muy comercial. En fin, os dejo solos para que habléis, lo siento por ti, JM.
-    Anda sí, y tráeme de vuelta un cubata –aprovechó Mónica para terciar.
Héctor se giró y marchó hacia la cabina de música mientras daba saltitos y agitaba los brazos arriba y abajo. De espaldas, con las puntas del pelo erizadas, parecía un estrambótico avestruz sacudiendo las alas.
-    Bueno, niña, ¿qué es lo que querías decirme? –pregunté.
 Mónica cogió mi botella de cerveza y bebió un interminable trago.
-    Uy, nada, hijo –respondió pasado un rato, después de tomar aliento–. Nada importante. No nos encontramos desde hace tiempo y me han dicho que te han visto muy perjudicado. ¿Has tenido algún accidente?
-    Ah, sí, es que me caí mientras estaba corriendo –inventé–. Pero no fue serio.
Héctor regresó con la bebida para Mónica y la depositó con cuidado como si estuviera  alimentando a una fiera salvaje.
-    Si tú lo dices... –mi amiga me clavó por un instante sus ojos claros y chispeantes– ¿No será que te estás haciendo mayor?
-    Pues... será. Además, no duermo bien últimamente.
-    Tú no duermes bien nunca.
-    Sí, me despierto con el ruido de una mosca.
-    Lo que te despiertan son tus propios ronquidos, ceporro.
-    Oye, Mónica –protesté–, yo no ronco.
-    ¡Juas! Fijo que sí.
-    Y tú qué sabes, ni que hubieras dormido conmigo.
-    Más quisieras tú, cara palo.
-    Yo me voy otra vez –dijo Héctor con aire de desesperación–, que aquí van a caer rayos.
-    Uf, qué pesado –susurró Mónica aprovechando que Héctor se alejaba de nuevo–. No sé cómo le aguantas.
-    Detrás de su apariencia se esconde una buena persona. Además, estoy habituado a soportar a gente cargante...
-    Eh, no te pases, JM...  Pero vamos a dejar de discutir. Ven aquí, te voy a dar otro besazo –apretó sus labios contra mi mejilla–. Me da mucha alegría verte. Estás demasiado tiempo encerrado en tu búnker y eso no puede traerte nada sano. Tienes que salir más por ahí. Precisamente era  lo que quería proponerte: voy a salir un fin de semana de estos a cenar en la ciudad con unos compañeros de trabajo, ¿por qué no te vienes con nosotros?
-    Gracias, pero no me gusta mucho andar por la ciudad, aquí desconecto mejor. Tú ya me conoces.
-    Sí, te conozco. Bueno, un poco, conocerte no te conoce ni tu madre, ay, ya sabes. No, de verdad, te vendrá bien cambiar de ambiente. Te lo pido yo también. No me hagas un desprecio –me apremió, con semblante inocente.
-    Está bien, Mónica, lo hago porque eres tú.
-    Perfecto. Y no quiero ver esos ojitos tristes. Oye, –dijo mirando el reloj– me tengo que ir. Ya te llamaré y quedamos, ¿vale?
-    Muy bien. Hasta luego, entonces.
-    Bye, JM. Adiós, Héctor, y gracias por la copa.




miércoles, 4 de enero de 2012

EN TU CIELO


Mi tiempo es tuyo,
despacio
se derrite
como una muñeca de nieve en tu mano.

Sal del aire oscuro,
ven,
déjame ver tu rostro
y besar las brumas pálidas de tus labios.

Cualquier luz fantasma
refleja
el misterio de esta forma de amarnos
sin reconocernos,
sin que pueda abrazar tu sombra perfecta
de piedras negras,
sin que llegues a sentir el tacto ávido de mis dedos
recorriendo tu piel ignota
como mariposas que despiertan
de un sueño bajo tierra.